Por Roberto Caballero
Hay dos lecturas posibles sobre el discurso de Cristina en José C. Paz. Una es humana y la otra es política. La primera refleja una verdad que quedó desnuda hasta el desgarro con la muerte súbita de Néstor Kirchner: el poder es ejercido por personas acosadas por los mismos fantasmas y problemas que acosan a cualquiera de nosotros. Esta carnadura humana, esta dimensión existencial y espiritual, sin embargo, es habitualmente ignorada por los analistas políticos, que juegan al TEG pensando que las fichas y posibilidades son infinitas por investidura o cargo, y convierten a los protagonistas de la cosa pública en superhéroes o supervillanos que actúan por fuera de las dificultades pedestres. Cuando Cristina dice que no se muere por ser reelecta y que ya ha dado todo por este modelo, incluso su familia, habla desde la viudez, desde el rincón de las hornallas donde las palabras son dictadas por el corazón y no por el frío cálculo matemático electoral, aunque ella misma y sus asesores traten de convencerse y de convencernos de lo contrario.
Pero esa fragilidad humana, expuesta desde la tarima bonaerense, hay que remarcarlo, no necesariamente se traduce en debilidad política. Lo de ayer fue una interpelación pública al sindicalismo que se declara cristinista, pero actúa con una autonomía que atiza la desconfianza con el ala política del dispositivo kirchnerista. Las declaraciones de Omar Viviani, ninguneando a Scioli, y la solicitada del gremio aeronáutico UPSA, enrolado en la CGT que lidera Hugo Moyano, fueron los detonantes. En el primero de los casos, porque el candidato de Cristina en Buenos Aires es Scioli y no Massa; y en el segundo, porque la propia Cristina les pidió a los gremios de Aerolíneas Argentinas que cooperen para hacer una gestión eficiente ahora que la empresa es estatal. Lo que la presidenta quiso dejar en evidencia ayer es que no le pueden pedir la reelección en público ante 300 mil personas para cuestionar luego, las decisiones que ella toma como conductora política del proceso que la CGT respalda. Cristina les dijo: “La jefa soy yo, y si no, me voy a mi casa.” Eso sólo puede hacerse desde la fortaleza política y no desde la debilidad. Será injusto, de todos modos, atribuirles a las acciones del gremialismo peronista características extorsivas. Más bien parece tratarse de una ausencia de tacto, y a una tendencia atávica a los modales corporativos, que pueden haber dado resultados en el pasado, y que incluso fueron indispensables para resistir el default social de la década del ’90, pero que resultan inadecuados para entablar un diálogo más fértil con Cristina Kirchner. Si Moyano sueña con que algún día el presidente de la Argentina surja del movimiento obrero, quizá debería pensar más como político y menos como sindicalista. Es cierto, Cristina recibió a Gerardo Martínez, líder de la UOCRA, en lo que pareció un mensaje nada tranquilizador al moyanismo. Pero, en simultáneo, esa mujer a la que miran con recelo se enfrentó a los grupos más concentrados de la economía para ponerles directores estatales en sus empresas, y la justicia metió preso a Carlos Sergi, el mayor lobbista del establishment de los ’90 y sus políticas, muchas de ellas aceitadas a pura Banelco. Ni la AEA ni Sergi son amigos de Moyano y del poder sindical, más bien todo lo contrario. Expresan, claramente, a los que siempre quisieron borrar a los sindicatos del mapa. En estos últimos episodios, Cristina, más allá de los discursos, actuó como moyanista, a su modo. Andre Malraux decía que a nadie se conoce a través de sus palabras, sino cuando es llamado a la acción. Convendría que algunos sindicalistas lean, entonces, más atentamente lo que hace y no lo que dice la presidenta, antes de resolver medidas que pueden ser leídas como desafío a su conducción, sobre todo cuando la intención no sea pelearse realmente.
“Ni explotación, ni extorsión. Necesito sindicatos solidarios”, dijo la presidenta. Fue un pedido de ayuda a los beneficiarios del modelo, por supuesto. Pero también un llamado de atención: no hay lugar para dos jefaturas en un movimiento que pretende cambiar las relaciones de desigualdad de la Argentina, enfrentándose al poder económico como nadie lo hizo en los últimos 40 años.
El movimiento obrero necesita a Cristina y viceversa. Y, como en casi todas las cosas de la vida, lo que importa son los hechos, no tanto las palabras.
“Ni explotación, ni extorsión. Necesito sindicatos solidarios”, dijo la presidenta. Fue un pedido de ayuda a los beneficiarios del modelo, por supuesto. Pero también un llamado de atención: no hay lugar para dos jefaturas en un movimiento que pretende cambiar las relaciones de desigualdad de la Argentina, enfrentándose al poder económico como nadie lo hizo en los últimos 40 años.
El movimiento obrero necesita a Cristina y viceversa. Y, como en casi todas las cosas de la vida, lo que importa son los hechos, no tanto las palabras.
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