Por Roberto
Caballero
La movida, en
verdad, fue más un rescate a sus buenos modales que al núcleo de su legado
político y, bajo una mirada más severa, reveló la pavloviana intención de un
sector del peronismo por juntarse a armar una corriente que pueda surfear en la
misma ola en la que hoy lo hacen el massismo y el macrismo, tras la derrota de
noviembre pasado, despojándose de todo el kirchnerismo.
La figura de Cafiero, en realidad, fue una excusa para juntar lo
que debería estar junto y hoy no lo está; y dejar atrás el revés electoral –con
lecturas incompletas y autoindulgentes sobre sus razones- en manos de los
candidatos que la encarnaron ocasionalmente, para avanzar sin lastres hacia un
supuesto nuevo triunfo electoral. En el ’87 era Herminio Iglesias y su patota,
que Cafiero barrió con la Renovación. En 2017, Cristina Kirchner y sus
fanáticos, a quienes este armado dirigencial poskirchnerista identifica, junto
a la prensa antiperonista, como mariscales de la derrota.
Algunos de los
discursos, siendo un acto peronista, sorprendieron por su escasa dosis de
peronismo en sangre. Los criterios de éxito y fracaso allí expuestos fueron los
de una cooperativa de reparto electoral, casi calcados a los que se escucharon
en las últimas convenciones radicales que dieron vía libre al acuerdo con el
PRO de Mauricio Macri. Volver al gobierno, de cualquier manera, pero volver,
todos juntos, cantando la marcha. Habría que refrescarles a algunos de los
dirigentes que ser peronista no es ser exitoso siempre; a veces, muchas veces,
al peronismo le tocó perder. Por errores propios o por éxitos ajenos, o por
ambas cosas a la vez. La historia demuestra que el movimiento nacido el 17 de
octubre de 1945 atravesó golpes, proscripciones, traiciones, persecuciones,
encarcelamientos, asesinatos, desapariciones, humillaciones electorales,
demonizaciones y difamaciones como ningún otro espacio político nacional. Ser
peronista nunca fue retozar en un lecho de rosas, porque nunca lo es discutir
el patrón de distribución de la economía, convertir a las mayorías en sujetos
democráticos con derechos y autonomizarse de las políticas del Departamento de
Estado para la región, decisiones fundantes del primer peronismo, el clásico,
el de Perón y Evita. Y también el de los años del kirchnerismo.
Las lecturas
almibaradas sobre el “ser peronista”, traducido como fatalidad exitosa
permanente son un extravío conceptual. El creer que el peronismo es un partido
de Estado y su razón de existir está exclusivamente atada a los triunfos
electorales de coyuntura y los distritos que gobierne evita reconocer que el
peronismo estuvo, del '55 en adelante, más tiempo en el llano que en el
gobierno. Más en las casas y los sindicatos que en los despachos oficiales.
Tres en los '70,
10 en los '90 y los últimos 12 con Duhalde, Néstor y Cristina Kirchner. Son 25
años de peronismo contra 33 de gobiernos radicales y dictaduras militares. Sin
contar que buena parte del peronismo, sobre todo sus bases, terminaron por
considerar el gobierno de Menem como un gobierno no peronista cuando comenzó a
aplicar planes neoliberales alejados de las tres banderas históricas del
movimiento.
Otro mito
derrumbado. Ser peronista, en definitiva, no es ganar siempre, también es
perder. Por lo tanto, el exitismo no es constituyente de su identidad política,
ni una derrota electoral es un llamado a replanteársela en su conjunto. El
peronismo exitoso de Menem fue una derrota de su doctrina esencial. Es verdad,
hubo muchos cargos, ministerios, gobernaciones, presupuestos para repartir
durante una década. Pero al país le fue pésimo y el peronismo neoliberal fue
derrotado por la Alianza.
Hasta que llegó
Néstor Kirchner, el gran renovador del peronismo del siglo XXI, y construyó las
bases de un nuevo éxito, esta vez, electoral, social y doctrinario, por otra
década. Muchos de los que estaban el otro día en el homenaje a Cafiero también
les deben a Néstor y a Cristina Kirchner sus gobernaciones, diputaciones,
intendencias, cargos y presupuestos. Desde una perspectiva moral, que hoy
pretendan mostrarse lejos de esos liderazgos que le permitieron crecer hasta
poder llamarse a sí mismo dirigentes, habla de cierta priorización de la
deslealtad como motor de superación. Es cierto eso. Pero ver la política,
exclusivamente, con anteojos de moralidad, no es aconsejable. La astucia y el
oportunismo juegan también su papel, siempre.
La pregunta que
deberían hacerse los participantes del encuentro es qué tan oportuno es tomar
distancia de Cristina Kirchner cuando ella está siendo acosada mediática y
judicialmente, sin piedad. No en términos personales, porque al fin y al cabo
es natural que nadie quiera atravesar idéntico calvario. El miedo a verse envueltos
en causas penales o campañas de difamación continuas es humano. La indagación,
más bien, es de carácter político. El votante peronista kirchnerista y el
votante kirchnerista no peronista existen, aunque los poskirchneristas, aupados
por el dispositivo massista y macrista, traten de barrerlos al tacho de la
historia. El nuevo diseño con el que sueñan, el de ser opositores blandos a un
proyecto duro, supuestamente de época, ya lo probó Cafiero con el Alfonsín
modernizador de los ’80, y la interna a la presidencia se la terminó ganando
finalmente Menem, ofreciendo lo que Cafiero no tenía: distancia del último
Alfonsín que, agobiado por los grupos de poder y el FMI cedió hasta enfrentarse
con la CGT por sus planes de ajuste y olvidándose de las premisas progresistas
esbozadas en el Consejo para la Consolidación de la Democracia.
Cafiero era, para
el votante peronista, demasiado parecido a Alfonsín, cuando Alfonsín ya no era
el mismo que había ganado en el ’83. No encarnaba una esperanza, sino un presente
de carencias.
La caracterización
que el peronismo poskirchnerista hace de Macri, de su modelo económico y de su
alineamiento internacional es débil, insuficiente para explicar por qué están
entregados a alejarse de un votante al que van a tener que convocar, aún por
cuestiones de pragmatismo, para las elecciones que vienen. Porque el resto de
los votantes ya tienen a quién elegir: Massa o Macri. La representación
ausente, la que el peronismo debería encabezar por historia y doctrina, es toda
aquella que reúne a los que no van a votar a los candidatos del ajuste porque
el ajuste les va a resultar insoportable.
Una parte grande
de esos votantes tiene un liderazgo. El de Cristina Kirchner. Lo menos parecido
a Macri y a Massa. El poskirchnerismo que ahora quiere lanzar “La Cafiero”
corre un riesgo enorme, inaceptable en dirigentes que se dedican a la política
full time: parecerse demasiado a lo que la gente tarde o temprano va a terminar
rechazando. Le pasó a Cafiero con Alfonsín. Le va a pasar al poskircherismo del
NH Hotel con Macri y con Massa.
Decir, como
acusan, que Cristina es maltratadora y sectaria probablemente los ayude a
amontonarse, pero revela un profunda desconexión e incomprensión de lo que pasa
en el mundo y en la región con los liderazgos populares y su construcción. Son
críticas de cabotaje, rezongos infantiles. Como cuando hablan de “la unidad” en
abstracto. Si el peronismo hubiera ido unido en 2003, Menem hubiera vuelto a
ser presidente; y si no era Menem, podría haber sido López Murphy. Cualquiera
de las dos variantes era neoliberal.
Si quieren volver
a ganar, de verdad, van a tener que reivindicar al kirchnerismo y su modelo
-del que fueron parte-, y a sus votantes, porque es lo contrario de lo que se
viene haciendo ahora, es la memoria reciente de que se puede vivir distinto.
Salvo que por toda misión en la vida quieran pararse al costado de la historia,
saldar cuentas con su antigua jefa viendo cómo la despedazan en Comodoro Py y
Clarín, ignorando que esa situación es apenas un anticipo de lo que también les
espera, si el proyecto de Massa y Macri prospera y se consolida en el tiempo
sin oposición peronista real.
Eso que la gente
no vio en Cafiero, allá por los ’80, y eligió castigar con Menem.