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sábado, 13 de agosto de 2011

Sociales

Por Sandra Russo
Las manifestaciones sociales en Londres y Santiago, Chile, esta semana, corrieron un velo. Las dos, tan diferentes, expresiones de idiosincrasias y de historias tan distantes, mostraron algo descompuesto. Es lo mismo que en Estados Unidos provocó un tembladeral al que Obama quiso emparchar con la reafirmación del liderazgo mundial, diciendo que su país fue y será siempre triple A. El presidente norteamericano le dejó a la retórica lo que no puede lograr con sus políticas.
Lo que dejaron al desnudo las dramáticas manifestaciones sociales en un punto y en otro del planeta es precisamente la impotencia, la ineficacia, la capitulación de la política frente esa absurda naturaleza de las cosas a la que sigue aferrado el centro del mundo. La naturaleza neoliberal de las cosas indica que lo social no existe. Indica que las decisiones se toman pensando en otra cosa. No en la gente. En otra cosa. En números, en papeles, en pantallas, en porcentajes.
El presidente chileno lo puso en palabras: “Nada es gratis en la vida”, dijo, con la brutalidad del inconsciente. ¿De dónde ha sacado eso Piñera? ¿Quién que no esté hechizado, obnubilado por su propia manera –neoliberal– de ver las cosas puede sostener esa oración corta, tremenda y categórica, esa frase acuñada al calor de la falacia neoliberal por excelencia y que indica que el esfuerzo personal tiene su premio? En los países neoliberales el esfuerzo personal no sirve para nada.
Para el pensamiento dominante en el mundo, lo social, y esto es, la sociedad, los seres humanos que la integran, las personas con nombre y apellido, son apenas algo para recortar. Recortaron siempre ahí. Ajustaron siempre en los cuerpos, nunca en las abstracciones numéricas de las finanzas. La lógica que los mueve es tan ilógica, tan dramáticamente disparatada, que ahora lo social les estalla en la mano, como un petardo mal encendido.
Este sistema llegó hace décadas para dejar caer su cuchillo sobre lo social. La salud, la educación, los derechos laborales, las jubilaciones, todo lo que esos gobiernos privatizaron tenía por destino lo social, el desarrollo social, el ascenso social, la movilidad social. Privatizar es des-socializar.
Lo que hubo fueron manifestaciones sociales en el más técnico de los sentidos. Fue lo social que habló. Las dos protestas fueron protagonizadas por la misma generación. Más del 60 por ciento de los detenidos en Londres tenía entre 15 y 25 años. Son o deberían ser esos chicos británicos estudiantes secundarios o universitarios. Pero no incendiaron varias ciudades de Gran Bretaña pidiendo por su derecho a tener un proyecto de vida. Eso lo hicieron los jóvenes chilenos. Otra prueba fehaciente, una más y van muchas, del cambio de paradigma. Los jóvenes chilenos están mejor parados. Tienen más conciencia de sí. Más camino hecho. Tienen más ideas, tienen delegados, tienen historia y símbolos. Los jóvenes británicos por ahora sólo comparten la rabia.
Los chicos británicos emiten sus ladridos desde el lugar de los excluidos de la sociedad de mercado. Son europeos y aspiran a plasmas, no a latas de tomates y paquetes de yerba, como los que envolvían con sus brazos los saqueadores argentinos de los finales de los mandatos de Alfonsín y De la Rúa. Aquí sabemos de saqueos fogoneados, de saqueos como el golpe de gracia de gobiernos que a los poderes fácticos les convenía arrasar. No por casualidad esos dos gobiernos democráticos cayeron en el medio del humo de neumáticos. Pero qué curioso. Londres ardiendo y nadie preguntándose por la gobernabilidad de Cameron. Esa parte del mundo no ha pasado todavía a la fase de la ingobernabilidad, pero al ritmo en que van las cosas, ya llegará. Por ahora, lo que se ha visto es que los jóvenes británicos son profundamente infelices, que no tienen fe, que no aspiran a conseguir un buen trabajo porque no consiguen ninguno, y encima tampoco pueden comprarse las zapatillas nuevas que valen doscientos euros y sin las que sus identidades se diluyen. Si no tienen esas zapatillas no saben quiénes son. Han sido reducidos a consumidores impotentes.
Los chicos británicos ladran porque no tienen futuro, como los punks de los ’90. El de Margaret Thatcher fue el primer gobierno democrático que aplicó de lleno un programa neoliberal. El de Augusto Pinochet fue, en Chile, el primer globo de ensayo en dictadura. Le siguió la Argentina.
Los ’90 fueron hechizantes. Tal fue la conmoción mundial por la caída del Muro de Berlín y por un solo pensamiento triunfal flameando en Occidente, que no hubo resistencia posible. Fueron los años en los que se puso en marcha lo que algunos llamaron “la nueva Edad Media”. Torretas y bárbaros. Countries y villas. Nobles y descastados.
Lo que iba a morir en media parte del mundo en esa década era la aspiración al progreso. Los sectores populares dejaron de soñar con llegar a vivir como los sectores medios. Los sectores medios, políticamente seducidos para identificarse con los sectores altos, fueron disciplinados culturalmente para mantener a raya a los sectores populares. Los piqueteros, los trapitos, los cartoneros definen un universo que mucha clase media, alentada por los medios masivos de derecha, identifican con el peligro, la amenaza, el delito, la falta de valores morales. Pero mientras unos dejaban de tener derecho a soñar con vivir mejor, los que los despreciaban vivían cada vez peor.
El politólogo español Juan Carlos Monedero escribió esta semana en relación con la situación británica que “el reclamo de la época es la igualdad, aunque, como siempre, el verdadero fin es la libertad (la que busca ese ser consciente que lo único que sabe con certeza es que se va a morir)”. La frase interpela el falso eje sobre el que se han hecho girar nuestras ideas sobre la igualdad y la libertad, toda vez que quienes vienen serruchando lo social desde hace décadas lo hacen en nombre de la libertad. Pero nunca hablaron de la libertad de las personas reales, las que penan, aman y no duermen por el hambre o las preocupaciones.
“El auge del mercado, los cientos de canales de televisión, Internet, los teléfonos móviles, el desarrollo en transportes y comunicaciones –escribió Monedero–, poder elegir entre Coca-Cola y Pepsi Cola, viajar, el alargamiento de la adolescencia, el sensacionalismo de una información supuestamente infinita servida en tiempo real, la soberanía de los consumidores son todos elementos que hacen pensar que nunca tanta gente fue tan libre en la historia de la humanidad. Pero esa libertad se ve coartada por la falta de acceso real a esa promesa de vivir como monarca absoluto. Se les había olvidado que sin súbditos no hay reyes. Es entonces cuando surge el enojo: ser feliz es tener acceso a todo lo que me da felicidad, pero no llego. Y no voy a llegar mañana tampoco. Así que lo quiero todo y ahora. Como sea.”
En todo el mundo hay una generación que pregunta a los gritos qué le han hecho a su futuro, cómo es posible que se pretenda de ellos que renuncien a sus ilusiones personales, que sean extras en una larga y terrible película protagonizada por las pantallas de la Bolsa.

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