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domingo, 11 de septiembre de 2011

La tercera posición ante la crisis global

Por Eduardo Anguita

La era de la globalización terminó. Lo que se vive, especialmente a partir de la crisis financiera 2008-2009, es un tiempo de incertidumbre sobre las relaciones de poder en el mundo. La vacante que Estados Unidos empieza a dejar potencia no sólo a China como futura primera economía mundial, sino que también provoca alianzas entre naciones muy diferentes y, sobre todo, el fortalecimiento de distintos bloques regionales. La globalización, que pretendió dar cuenta del mundo después de la Guerra Fría, quedará asimilada al voraz período de hiperhegemonía de Estados Unidos. Una etapa que arrancó con el llamado Consenso de Washington, cuyo lanzamiento coincidió con el derribamiento del Muro de Berlín, en diciembre de 1989. En esos años, la Organización Mundial de Comercio, los tratados de libre comercio y los planes de ajuste del FMI permitieron al capital financiero y a un grupo de grandes corporaciones con actividades muy diversificadas derribar los otros muros, aquellos protectores de sectores industriales nativos así como las medidas que permitían proteger las exportaciones en beneficio de las cuentas de cada nación.
Ese capitalismo global no sólo sumaba a la ex Unión Soviética y al este europeo a sus negocios sino que hizo retroceder a los llamados países periféricos. En América latina el caso más duro fue el de México, que en 1994 se sumó al Nafta (siglas en inglés del tratado de libre comercio de Norteamérica) con un costo altísimo en materia de soberanía. El resto de las naciones al sur del río Bravo entraron, de diverso modo, en los planes neoliberales. El combo de privatizaciones, desnacionalización del petróleo y los recursos minerales y achicamiento del Estado provocaron que los noventa fueran los años que convirtieron al continente no en el más pobre (lugar que le quedó a África), pero sí el más injusto en la distribución de la riqueza.
Con Europa de socia en el asalto al este de Berlín, con el patio trasero domesticado y con China como un gigante que todavía no asomaba como un actor fundamental, los halcones de Estados Unidos asaltaron el poder global. Empezó con la elección de George Bush (h) y coincidió, por motivos que todavía resultan difíciles de desentrañar, con el ataque a las Torres Gemelas el 11 de septiembre de 2001 por parte de Al Qaeda. Con la rapidez del rayo, las tropas de asalto norteamericanas fueron a Afganistán. En vez de consumar la cacería de Osama Bin Laden y retirarse, la ocupación militar de esa nación pobre e islamista lleva diez años. Más que la invasión a Vietnam de la que los norteamericanos se fueron derrotados. Afganistán es la cabeza de playa o eventual base operativa para cualquier conflicto futuro con las dos naciones emergentes –India y especialmente China- capaces de modificar radicalmente el mapa de poder en el mundo.
En esta década, Estados Unidos pasó de ser la primera potencia económica y militar a ser una nación con una economía devastada y un presupuesto militar en aumento. Si desde el fin de la Segunda Guerra (1945) hasta la implosión de la ex Urss (1991) la presencia militar norteamericana estaba enmascarada en la defensa de los ideales de Occidente, en los últimos veinte años no hay otro motivo que la defensa de los intereses de unas pocas corporaciones con base en los Estados Unidos. El sabotaje de los republicanos a Barack Obama no es para evitar su reelección sino para mostrar que los halcones son el brazo armado de esas compañías, cuyos intereses traspasan las fronteras de los 50 estados. Es más, está muy lejos de interesarles el futuro de los 14 millones de desempleados y el de otros tantos millones que no pueden hacer frente a sus deudas hipotecarias.
Debido al altísimo componente de especulación financiera del poder de estas corporaciones, el debilitamiento de Estados Unidos coincidió con la crisis de su principal socio comercial, la Comunidad Económica Europea. Para tomar dimensión de la importancia de esta alianza, no llegan al 20 por ciento de la población mundial pero concentran el 40 por ciento de los bienes y servicios que se producen en el mundo y más de la mitad del comercio exterior global. Difícilmente puedan ponderarse los riesgos y las alternativas que tienen otras naciones y regiones del planeta si no se comprenden el poder que todavía tienen así como la pérdida de iniciativa que evidencian quienes ocuparon el lugar hegemónico y central de los últimos veinte años.

El sur existe

La historia de las relaciones de naciones suramericanas con Estados Unidos, especialmente desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, fue dependiente de los planes de dominación mundial establecidos por la Casa Blanca y el Pentágono. El caso argentino es sumamente aleccionador. El inicio de 1945 estuvo signado por la descarada campaña del embajador Spruille Braden en contra de Juan Domingo Perón. La diplomacia norteamericana no estaba dispuesta a soportar que el gobierno argentino (entonces encabezado, de facto, por el general Edelmiro Farrell y con una fuerte impronta del entonces coronel Perón) hubiera osado no firmar el Acta de Chapultepec que sí rubricaron el resto de naciones americanas y que era la aceptación lisa y llana de la doctrina Monroe al sur del río Bravo. Las naciones de mayor porte en aquellos años eran México, Brasil y Argentina. Las dos primeras se alinearon con Estados Unidos y declararon la guerra al Eje en 1942. Ambos países recibieron ayuda financiera y material bélico norteamericano. La Argentina, en cambio, mantuvo la neutralidad y recién rompió relaciones diplomáticas con Alemania, Italia y Japón a principios de 1944 y declaró la guerra en marzo de 1945. Nótese que el 1º de mayo las tropas soviéticas plantaban la bandera roja en el Reichstag, el Parlamento alemán sito en Berlín.
Esa actitud de soberanía no resultaba gratuita. Desde aquellos días, Argentina se convertía en la cueva de nazis más peligrosa del mundo y Perón en su malvado jefe. Casi como las cuevas afganas con los terroristas de Al Qaeda. Puede decirse, con razón, que Estados Unidos tiene una diplomacia inteligente para construir enemigos, aunque no existan. En este caso, sin exagerar, podría afirmarse que motivos no les faltaron. Mientras Franklin D. Roosevelt se paseaba en jeep revistando tropas brasileñas sentado al lado de su presidente, Getulio Vargas, los militares argentinos usaban unos cascos que parecían prusianos. Ese era todo el pecado. Eso sí, Brasil pagó caro su alineamiento, ya que los submarinos alemanes hundieron una buena cantidad de barcos mercantes.
Sellada la paz, y con el mundo dividido entre prosoviéticos y pronorteamericanos, la Argentina promovió la tercera posición.
En un imprescindible libro para entender la caracterización del Departamento de Estado sobre esa tercera posición, La Argentina y Estados Unidos, de Harold Peterson, el autor relata las dificultades económicas y financieras que, hacia 1947, pasaban la mayoría de los países del sur de América mientras que la Argentina gozaba de un momento de crecimiento con un modelo independiente. El autor menciona un artículo de The New York Times (14/10/47) que advierte que “sobre la cresta de una repentina prosperidad, Perón no dejó de aprovechar la coyuntura. Mediante acuerdos bilaterales, otorgó préstamos y créditos a largo plazo a sus vecinos Bolivia y Chile y a media docena de naciones europeas. Los voceros peronistas ya hablan del Plan Perón”. Más adelante, que en la conferencia de las Naciones Unidas sobre comercio llevada a cabo en La Habana a fines de ese año, el Departamento de Estado se mostraba preocupado –según Peterson– porque la Argentina no se había afiliado al Banco Interamericano de Desarrollo, ni al Fondo Monetario Internacional ni a la Organización de Naciones Unidas para la Alimentación y tampoco ratificaba el Acuerdo General de Tarifas Aduaneras y Comercio”.

Perón formulaba por entonces el Proyecto ABC (Argentina, Brasil y Chile)

Con el seudónimo de Descartes, decía: “La Cruz del Sur es el símbolo de la América austral. Ni Argentina, Brasil o Chile aislados pueden alcanzar la grandeza. Unidos, en cambio, constituyen una entidad formidable a horcajadas de dos océanos. Desde allí, hacia el norte, se construirá la Confederación Sudamericana. Vinculados son inconquistables. Separados, indefendibles”.
Ese período apasionante de la historia suramericana merece ser revisitado en un momento como éste. El plan de Perón estaba enlazado con la determinación de avanzar en la sustitución de importaciones, pero el escenario internacional que encontró al asumir su segundo mandato (1952) era diferente. Ya no había un saldo tan favorable en la balanza comercial y, además, Estados Unidos había pasado la etapa del Plan Marshall destinado a la reconstrucción europea y miraba con determinación al patio trasero. El mismo Perón destacaba que con Chile podía avanzar. Ese mismo 1952 asumía Carlos Ibáñez la presidencia en ese país y mostraba entusiasmo en el Proyecto ABC. No pasaba lo mismo con Brasil. Getulio Vargas asumía su cuarto mandato en 1951 y pese a ser el presidente de los pobres no quiso asociarse al proyecto promovido por Perón.
Este escenario era leído atentamente por los opositores en la Argentina. Una lectura atenta del Segundo Plan Quinquenal indica que Perón, al mismo tiempo que jugaba sus fichas a la alianza regional para no entrar en la órbita imperial de Estados Unidos, preveía la necesidad de captar las inversiones externas en sectores claves de la industria pesada y la energía. Es muy reveladora la mirada de otro norteamericano, Carlos Solberg, autor de Petróleo y nacionalismo en la Argentina, ya que, entre otras cosas, el autor advierte cómo las empresas norteamericanas e inglesas no le vendían maquinaria y equipos que le permitieran a YPF avanzar en la exploración y explotación de las cuencas petroleras. Solberg destaca que “la nueva Constitución peronista (1949) declaraba que todos los recursos minerales eran propiedad inalienable de la Nación y otorgaba al Gobierno Central jurisdicción sobre todas las concesiones petroleras por primera vez en la historia”. Más adelante, afirma: “Decididos a oponerse a Perón a causa de sus supuestas simpatías fascistas, los Estados Unidos adoptaron una política que el secretario de Estado definió con estas palabras: Resulta esencial no permitir la expansión de la industria pesada argentina”. El funcionario en cuestión no era otro que el general George Marshall, el mismo que daba nombre al plan de ayuda a Europa.
No alcanza la ingenuidad principista para entender los contratos con una filial de la Standard Oil of California. La Tercera Posición fue una doctrina y Perón, además, era un político, un hombre que timoneaba el Estado en función de una relación de fuerzas que entraba en escenarios cambiantes. Se estrechaba el espacio para la Tercera Posición. Y fue una oposición sumisa a los consejos y mandatos del Departamento de Estado norteamericano la que promovió el golpe de 1955. Pasado más de medio siglo y ante un momento excepcional para la unidad suramericana es preciso entender que aquella postura de Perón es identitaria, constitutiva del Proyecto Nacional. Es preciso entender que aquella formulación tiene una historia y constituye un antecedente fundamental para comprender por qué no es un dato menor la relación estrecha que crearon Brasil y Argentina para consensuar planes regionales comunes. Unasur, Banco del Sur, obras públicas del Sur, cultura del Sur, no sólo remiten a los héroes de la Primera Independencia. Tienen un antecedente importante en los años de la Segunda Guerra y, en especial, a la década posterior al fin del conflicto.
Todos los esfuerzos de las dictaduras cívico-militares argentinas desde 1955 tuvieron el propósito de borrar de la memoria histórica esa Tercera Posición y mostrar sumisión a los mandatos del Departamento de Estado norteamericano. Brasil, por su parte, pudo mudar de la política popular de Vargas a la dictadura militar de 1964 sin variar su política pronorteamericana. Precisamente Joao Goulart, el presidente depuesto en aquel golpe, resultaba una rara avis porque se oponía abiertamente a ese alineamiento automático. Goulart se exilió en Uruguay pero también tuvo que mudarse de allí en 1973 cuando se consumó un golpe militar en ese país. Se mudó a la Argentina y murió a fines de 1976 en circunstancias que se investigan: podría haberse tratado de otra víctima del Plan Cóndor diseñado por el Departamento de Estado.
Precisamente, Goulart se asilaba en la Argentina apenas asumido Héctor Cámpora, quien daba la primera puntada al plan que Perón había pensado para volver a poner a la Argentina en un lugar en el mundo. Multilateralismo, participación en el Movimiento de Países No Alineados, fortalecimiento de las relaciones con Cuba, comercio con destinos no tradicionales y promoción de exportaciones de origen industrial fueron algunos de los ejes que Perón trató de poner en marcha. Para esto, no sólo Perón alentó la participación de los trabajadores organizados sino que también abrió las puertas a lo que pretendía ser el rearmado de una burguesía criolla con ambiciones de convertirse en una burguesía nacional. En ese sentido, la asunción de José Ber Gelbard como ministro de Economía era toda una definición. Gelbard presidía la Confederación General Económica, que nucleaba a pequeños y medianos empresarios más algunos de mayor peso. Una entidad que era la contracara de los ejecutivos que respondía a la Unión Industrial Argentina y que habían formado parte de todos los proyectos antinacionales. El plan era interesante. Pero el contexto era abrumador. No sólo por las turbulencias políticas internas. Así como 1973 era para la Argentina el año del fin de la proscripción del peronismo y de las elecciones democráticas, los países vecinos caían uno tras otro en manos de golpistas teledirigidos por el Departamento de Estado norteamericano. Uruguay en junio y Chile el 11 de septiembre. Bolivia ya había caído dos años antes. Brasil desde 1964. En los funcionarios norteamericanos que diseñaban la diplomacia imperial resonaba la frase del general Marshall que indicaba impedir el desarrollo de la industria pesada. No sólo en Argentina sino en el resto del sur. Industria pesada quería decir soberanía.
Es posible que en los últimos años, los gobiernos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner no hayan puesto hincapié en la formulación de frases o discursos que tengan verborragia antiimperialista. Sin embargo, un ejercicio para ver cómo ve a la Argentina la diplomacia norteamericana puede ser el de recorrer los documentos analizados por Santiago O’Donnell en su reciente libro Argenleaks. Como dice el autor, no cuenta sino que muestra los cables elaborados por los empleados de la embajada de Estados Unidos en Buenos Aires durante los años en los que estaba al frente Anthony Wayne. Desde las peroratas de Héctor Magnetto para convencerlo de que la agenda política la marcaba Clarín hasta las advertencias de Domingo Cavallo de que la Argentina (2006) entraba en estanflación muestran que la Argentina era observada con la desconfianza de siempre por parte del Departamento de Estado, pero con una salvedad importante: la política exterior argentina se fue construyendo de lo pequeño a lo grande, evitó los desbordes verborrágicos, aprendió de unir fuerzas y de encontrar interlocutores hasta lograr recuperar sus historias de soberanía o, como fue en la mayoría de los casos, de luchas por conquistar la soberanía. Hoy, más allá del orgullo recuperado, puede afirmarse que la Argentina conquistó un lugar en el mundo como fruto de su propia política y de la mano de las políticas de las otras naciones suramericanas.

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