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viernes, 19 de noviembre de 2010

EL TESTIMONIO DE JUANA MUNIZ BARRETO EN EL JUICIO A PATTI, BIGNONE Y OTROS REPRESORES

“Sabíamos que iban a matarlo”

La hija de Diego Muniz Barreto, asesinado en 1977, recordó la trayectoria del ex diputado, relató cómo fue perseguido y lo que pasó su familia. Dijo que su padre pudo enviar mensajes desde la cárcel de Escobar y allí reveló que quien lo había secuestrado era Patti.

Por Alejandra Dandan

“El 6 de marzo de 1977, cuando mataron a mi papá, yo tenía 15 años, Diego 13 y Antonio 11”, dijo Juana Muniz Barreto al Tribunal. “Mi mamá nos reunió, nos dijo que lo habían matado, hasta ese momento estaba desaparecido. Fue un desastre para toda la familia, todo estaba conmocionado. Lo único que yo le preguntaba a mi mamá era si iba a poder seguir bailando, porque hacía la escuela de ballet, pero lo que quería decirle era si iba a poder continuar con la vida.”

Juana siguió hablándoles a los jueces del Tribunal Oral de San Martín. Sentada, con voz temblorosa. Antonio lloraba en un rincón, dijo. Diego mataba mosquitos con un cucharón contra el techo. “Estábamos los tres congelados –dijo–, pero para nosotros no fue una sorpresa: esperábamos la noticia.” Una de las juezas tenía la cara bañada en lágrimas, como Juana.

Así comenzó la tercera etapa del juicio a Luis Abelardo Patti, Fernando Meneghini, Martín “El Toro” Rodríguez, Reynaldo Bignone y Omar Riveros. Esos cinco represores acusados del asesinato del ex diputado Diego Muniz Barreto y del intento de homicidio de su secretario Juan José Fernández. Juana habló sin parar, sin dejar de respirar cortado. “Me gustaría contarles quién era mi papá –se adelantó– y por qué sabíamos que iban a matarlo.”

Muniz Barreto tenía 43 años cuando lo mataron. Era hijo de Sacarías Antonio, un coleccionista de arte, y de Jacoba Delia Bunge, muy loca en el sentido más bonito, dijo Juana: era huérfana, había sido criada en un internado inglés y era muy inglesa con sus hijos. Diego tenía cuatro hermanos: Antonio, que estaba en San Pablo; Jovita, muy relacionada por la familia Martínez de Hoz y a la que Diego aludió en uno de los mensajes que logró enviar cuando estuvo secuestrado en la cárcel de Escobar. En el mensaje ya había dicho que Patti era el que los tenía y pedía que Jovita hablara con Joe –por el ministro de la dictadura José Alfredo Martínez de Hoz– para sacarlos. El tercero de esa línea de hermanos era Diego, el más rebelde, y luego estaba Emilio, el menor.

Diego se casó con María Teresa Escalante, con la que tuvo a sus tres hijos. La familia pasó una temporada en Mar del Plata, donde Diego había nacido: “Las últimas vacaciones de mi papá, en enero del ’77, fueron en Mar del Plata. Mi papá tenía una empresa de pesca, vivimos ahí durante un tiempo y después nos mudamos a un departamento frente a la Plaza San Martín”.

Juana escuchó hablar de política en 1971. Se acordó de una noche en la que su padre, que era muy buen cocinero, invitó a sus amigos a cenar. Durante la velada, les pidió a los hijos que se presentaran en fila. Juana, que ya estaba en pijama, se presentó como Juana Muniz Barreto, rosista y peronista. Lo mismo Diego y Antonio. “Los amigos se rieron y yo no entendía qué les hacía gracia, pero la gracia era que un Muniz Barreto no podía ser rosista y peronista, pero eso estaba mostrando el giro ideológico de 180 grados que estaba haciendo mi padre: que de asesor de pesca de Onganía en la Junta Militar había pasado a la Juventud Peronista. Viniendo de una familia tan tradicional, al principio causó risa”, contó Juana, que es arquitecta pero no ejerce, colabora en moda y diseño en el diario La Nación. Y estaba ahí, ayer, hablando de su vida.

El departamento de la calle Posadas al 1200 empezó a mostrar aquellos cambios. Diego denunciaba a los grupos económicos con su nombre y su dirección. O sea –dijo Juana–, era un blanco muy identificable. A fines de 1972 cayó preso en Devoto. “Eduardo Luis Duhalde y Rodolfo Ortega Peña lo sacaron, pero él, lejos de quedarse callado, denunció el trato a los presos políticos.”

En febrero de 1973 le pusieron una bomba que no estalló. El 11 de marzo entró como diputado al Congreso. Y Juana dijo: “Estoy muy orgullosa por eso”. Renunció cuando intentaron hacerle firmar un proyecto de leyes represivas y, con él, renunciaron ocho diputados. Ortega Peña ocupó la banca. A esa altura, se sabían perseguidos. No podían hablar con extraños o abrir correspondencia. Habían puesto una puerta blindada y dos policías se instalaron enfrente con largavistas.

Cerca del golpe

La madre de Juana tenía miedo de que a sus hijos les pasara algo, pero finalmente entendió “que era nuestro papá y que a nosotros no nos podía impedir que lo siguiéramos viendo, por eso estuvimos con él casi hasta que se lo llevaron. Empezó a cambiar de look, se dejó crecer el pelo y la barba la tenía de color naranja”. Con esa pinta de hippie, dijo Juana, un día fue a buscarlos con un sombrero de paja y unas pulseras de mostacilla.

Todavía siguió un viaje juntos a Mar del Plata. Esas vacaciones de las que Juana había hablado. En esos días locos, como les dijo Juana, ella se dio cuenta muchos años después, mirando los expedientes, de que su padre intentaba conseguir un pasaporte que le denegaron porque su nombre figuraba en una lista de quienes podían pedir asilo en una embajada. “No querían que se fuera –dijo Juana–, lo querían matar.”

Diego había estado preso en Escobar durante unas horas, poco antes. Cuando lo soltaron, Juana le dijo: “Te van a matar, te tenés que ir”. Pero él le mostró las marcas de los puños y le dijo que no se iba a ir. Ella insistió: “Papá, te van a matar. Yo no podía hacer más de lo que hice: ¡estas bestias hicieron este desastre de mi familia!”.

A Diego lo secuestraron el 7 de febrero de 1977, en una carnicería de Escobar, a seis cuadras de la comisaría. Con él se llevaron a Juan José Fernández, su chofer personal y secretario privado. Iban de compras para hacer un asado. En la puerta de la comisaría quedó estacionado el Fiat 128 rural de Diego. Diego no sabía manejar o era un peligro al volante, y el auto lo manejaba Juan José. En esos días, su madre los llamó para darles la noticia. Sabían que estaba secuestrado y que estaba en Escobar y lo sabían porque Diego había mandado unas notas. En esas notas, dijo, decía que lo tenía Patti.

Alguien les avisó que lo habían visto después en Campo de Mayo, cocinando en el casino de oficiales. “Y como era un gran cocinero –dijo Juana–, yo creía que eso era posible, pero no lo estaban tratando nada bien.”

A través de Radio Colonia un día supieron de la muerte. Se dijo que había muerto desnucado en un accidente, en un arroyo del Paraná. A través del relato de Juan José Fernández se supo que no fue así. A Diego lo golpearon con un palo en Campo de Mayo, lo mantuvieron 16 días secuestrado, una noche los bañaron y los sacaron vestidos con trajes. A orillas del río Paraná, les inyectaron un líquido para adormecerlos. Los metieron en el Fiat y los lanzaron al riacho. Juan José, que era jugador de rugby, se salvó. En su escape al exilio dejó escrito su relato ante un escribano. Juan José murió en 1985, tenía 37 años. Juana contó lo que le había dicho su gente: Juanjo nunca pudo salir de ese auto.

Los primeros datos del secuestro de Muniz Barreto se publicaron en el Buenos Aires Herald, junto al nombre de Patti. El nombre también apareció en las listas de la Vicaría General de Buenos Aires. Los datos del asesinato salieron en un cable de Ancla y luego en la carta de Rodolfo Walsh a la Junta Militar. “No nos enteramos por Fernández que fue Patti el que se lo llevó –dijo Juana–, sino por las notas que mandaba mi papá.”

En su rol de abogado de Patti, Alfredo Bisordi interrogó a Juana. Le preguntó quién se lo había llevado “detenido”. Juana lo corrigió: “Secuestrado”, doctor. Y dijo: “Es muy diferente, usted lo debería saber”. Al final dijo: “Quería decir que, si les resta algo de humanidad, digan lo que pasó, que nosotros tenemos una tumba, pero faltan muchas tumbas. La tumba de mi papá es el símbolo de las tumbas que faltan”.

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