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miércoles, 2 de abril de 2014

LA HISTORIA DE LAS SIETE BANDERAS QUE FLAMEARON EN LAS ISLAS MALVINAS



Todo comenzó con una misteriosa caja circular de las que se usan para guardar sombreros, depositada junto al atril presidencial. En el Salón de las Mujeres Argentinas había una pequeña multitud, a la espera del discurso conmemorativo del izamiento que el Gaucho Rivero hizo del pabellón nacional en las Islas Malvinas, el 26 de agosto de 1833. Cristina sorprendió a todos revelando detalles de una charla privada que mantuvo con María Cristina Verrier, la viuda de Dardo Cabo –hijo de Armando, dirigente metalúrgico histórico, y director de la revista El Descamisado, asesinado por la dictadura en 1977–; una pareja peronista que el 28 de septiembre de 1966 encabezó el Operativo Cóndor, durante el cual 18 militantes peronistas, católicos y nacionalistas –algunos más de izquierda, otros más de derecha, hay que decirlo–, sin disparar un solo tiro, secuestraron un avión de Aerolíneas Argentinas, lo desviaron hacia Malvinas e hicieron flamear siete banderas argentinas durante un día y medio, antes de ser expulsados por los ingleses y entregados a las garras de la dictadura de la “Revolución Argentina” de Juan Carlos Onganía, que los metió presos. La edad promedio del grupo, integrado por obreros, estudiantes y un periodista –Héctor Ricardo García, director del diario Crónica–, era de 22 años, y la operación fue financiada por el empresario César Cao Saravia.
Cristina recordó el episodio como una gesta. La puso, claro, en su contexto de época: aquella era la Argentina de la persecución, la intolerancia y la proscripción. y antes de ocuparse de la caja junto al atril, le pidió a la locutora que leyera una carta que Verrier le envió para ser leída durante el acto. En ella, la única mujer de aquel operativo dejó asentado por escrito que legaba a la presidenta y al pueblo argentino las siete banderas que flamearon en Malvinas, y que durante 46 años mantuvo bajo su custodia, en una caja de sombreros. La que estaba, ahora, allí mismo, junto al atril.
En ese preciso instante, la historia entró de golpe al salón. Los desconocidos de la primera fila cobraron nombre. Eran los "cóndores" sobrevivientes, que estaban siendo reconocidos por la presidenta, en la propia Casa de Gobierno, casi medio siglo después de que desafiaran a una dictadura ("dictablanda", dijo Cristina, por la de Onganía, comparándola, claro, con la genocida de Videla & Cía) y al colonialismo británico, para reafirmar la soberanía sobre el archipiélago.
En su carta, Verrier le pidió dos cosas a Cristina: que una de las banderas fuera exhibida junto a la Virgen de Itatí, en Corrientes, bajo cuya protección se largaron a aquella aventura; y que otra fuera desplegada en el mausoleo de Néstor Kirchner, en Río Gallegos. Un hilván invisible, de sentido y reconocimiento, por voluntad de la viuda de Dardo Cabo, unió los sucesos de 1966 con el presente. Aquel peronismo resistente y clandestino, con el peronismo del siglo XXI, el de Cristina y Néstor Kirchner: "Yo sabía que la historia los iba a traer", sentenció Verrier en su carta. Y el auditorio estalló en aplausos.
La presidenta anunció que el resto de las banderas serían enviadas a Diputados, a la Catedral de Luján, al Museo Malvinas –pronto a inaugurarse– y a la Casa Rosada.
Y allí estaban, sobre todo, las banderas que esperaron casi medio siglo, en una caja de sombreros, para que finalmente la historia les diera algo parecido a una revancha, que es la de toda una generación.
(extracto del blog La Nueva Generacion)

Por David Cohen

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