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lunes, 12 de septiembre de 2016


Por Roberto Caballero



Tardío homenaje le hizo un sector del PJ a Antonio Cafiero recordando su triunfo de 1987, cuando derrotó en provincia de Buenos Aires al radicalismo hegemónico posdictatorial y aseguró el éxito de la renovación peronista, jugando por afuera de un aparato partidario anquilosado. No se recordó durante la ceremonia, sin embargo, la mejor versión de Cafiero (los nombramientos de Luis Brunati, Floreal Ferrara, los Atamdos, la firme defensa de la democracia frente a la extorsión carapintada, la constitución provincial progresista), sino que sobrevoló en el NH la más edulcorada, acuerdista y bipartidaria que también habitó entre los pliegues de su pródiga figura.
La movida, en verdad, fue más un rescate a sus buenos modales que al núcleo de su legado político y, bajo una mirada más severa, reveló la pavloviana intención de un sector del peronismo por juntarse a armar una corriente que pueda surfear en la misma ola en la que hoy lo hacen el massismo y el macrismo, tras la derrota de noviembre pasado, despojándose de todo el kirchnerismo.
La figura de Cafiero, en realidad, fue una excusa para juntar lo que debería estar junto y hoy no lo está; y dejar atrás el revés electoral –con lecturas incompletas y autoindulgentes sobre sus razones- en manos de los candidatos que la encarnaron ocasionalmente, para avanzar sin lastres hacia un supuesto nuevo triunfo electoral. En el ’87 era Herminio Iglesias y su patota, que Cafiero barrió con la Renovación. En 2017, Cristina Kirchner y sus fanáticos, a quienes este armado dirigencial poskirchnerista identifica, junto a la prensa antiperonista, como mariscales de la derrota. 
Algunos de los discursos, siendo un acto peronista, sorprendieron por su escasa dosis de peronismo en sangre. Los criterios de éxito y fracaso allí expuestos fueron los de una cooperativa de reparto electoral, casi calcados a los que se escucharon en las últimas convenciones radicales que dieron vía libre al acuerdo con el PRO de Mauricio Macri. Volver al gobierno, de cualquier manera, pero volver, todos juntos, cantando la marcha. Habría que refrescarles a algunos de los dirigentes que ser peronista no es ser exitoso siempre; a veces, muchas veces, al peronismo le tocó perder. Por errores propios o por éxitos ajenos, o por ambas cosas a la vez. La historia demuestra que el movimiento nacido el 17 de octubre de 1945 atravesó golpes, proscripciones, traiciones, persecuciones, encarcelamientos, asesinatos, desapariciones, humillaciones electorales, demonizaciones y difamaciones como ningún otro espacio político nacional. Ser peronista nunca fue retozar en un lecho de rosas, porque nunca lo es discutir el patrón de distribución de la economía, convertir a las mayorías en sujetos democráticos con derechos y autonomizarse de las políticas del Departamento de Estado para la región, decisiones fundantes del primer peronismo, el clásico, el de Perón y Evita. Y también el de los años del kirchnerismo. 
Las lecturas almibaradas sobre el “ser peronista”, traducido como fatalidad exitosa permanente son un extravío conceptual. El creer que el peronismo es un partido de Estado y su razón de existir está exclusivamente atada a los triunfos electorales de coyuntura y los distritos que gobierne evita reconocer que el peronismo estuvo, del '55 en adelante, más tiempo en el llano que en el gobierno. Más en las casas y los sindicatos que en los despachos oficiales. 
Tres en los '70, 10 en los '90 y los últimos 12 con Duhalde, Néstor y Cristina Kirchner. Son 25 años de peronismo contra 33 de gobiernos radicales y dictaduras militares. Sin contar que buena parte del peronismo, sobre todo sus bases, terminaron por considerar el gobierno de Menem como un gobierno no peronista cuando comenzó a aplicar planes neoliberales alejados de las tres banderas históricas del movimiento. 
Otro mito derrumbado. Ser peronista, en definitiva, no es ganar siempre, también es perder. Por lo tanto, el exitismo no es constituyente de su identidad política, ni una derrota electoral es un llamado a replanteársela en su conjunto. El peronismo exitoso de Menem fue una derrota de su doctrina esencial. Es verdad, hubo muchos cargos, ministerios, gobernaciones, presupuestos para repartir durante una década. Pero al país le fue pésimo y el peronismo neoliberal fue derrotado por la Alianza. 
Hasta que llegó Néstor Kirchner, el gran renovador del peronismo del siglo XXI, y construyó las bases de un nuevo éxito, esta vez, electoral, social y doctrinario, por otra década. Muchos de los que estaban el otro día en el homenaje a Cafiero también les deben a Néstor y a Cristina Kirchner sus gobernaciones, diputaciones, intendencias, cargos y presupuestos. Desde una perspectiva moral, que hoy pretendan mostrarse lejos de esos liderazgos que le permitieron crecer hasta poder llamarse a sí mismo dirigentes, habla de cierta priorización de la deslealtad como motor de superación. Es cierto eso. Pero ver la política, exclusivamente, con anteojos de moralidad, no es aconsejable. La astucia y el oportunismo juegan también su papel, siempre. 
La pregunta que deberían hacerse los participantes del encuentro es qué tan oportuno es tomar distancia de Cristina Kirchner cuando ella está siendo acosada mediática y judicialmente, sin piedad. No en términos personales, porque al fin y al cabo es natural que nadie quiera atravesar idéntico calvario. El miedo a verse envueltos en causas penales o campañas de difamación continuas es humano. La indagación, más bien, es de carácter político. El votante peronista kirchnerista y el votante kirchnerista no peronista existen, aunque los poskirchneristas, aupados por el dispositivo massista y macrista, traten de barrerlos al tacho de la historia. El nuevo diseño con el que sueñan, el de ser opositores blandos a un proyecto duro, supuestamente de época, ya lo probó Cafiero con el Alfonsín modernizador de los ’80, y la interna a la presidencia se la terminó ganando finalmente Menem, ofreciendo lo que Cafiero no tenía: distancia del último Alfonsín que, agobiado por los grupos de poder y el FMI cedió hasta enfrentarse con la CGT por sus planes de ajuste y olvidándose de las premisas progresistas esbozadas en el Consejo para la Consolidación de la Democracia. 
Cafiero era, para el votante peronista, demasiado parecido a Alfonsín, cuando Alfonsín ya no era el mismo que había ganado en el ’83. No encarnaba una esperanza, sino un presente de carencias. 
La caracterización que el peronismo poskirchnerista hace de Macri, de su modelo económico y de su alineamiento internacional es débil, insuficiente para explicar por qué están entregados a alejarse de un votante al que van a tener que convocar, aún por cuestiones de pragmatismo, para las elecciones que vienen. Porque el resto de los votantes ya tienen a quién elegir: Massa o Macri. La representación ausente, la que el peronismo debería encabezar por historia y doctrina, es toda aquella que reúne a los que no van a votar a los candidatos del ajuste porque el ajuste les va a resultar insoportable. 
Una parte grande de esos votantes tiene un liderazgo. El de Cristina Kirchner. Lo menos parecido a Macri y a Massa. El poskirchnerismo que ahora quiere lanzar “La Cafiero” corre un riesgo enorme, inaceptable en dirigentes que se dedican a la política full time: parecerse demasiado a lo que la gente tarde o temprano va a terminar rechazando. Le pasó a Cafiero con Alfonsín. Le va a pasar al poskircherismo del NH Hotel con Macri y con Massa. 
Decir, como acusan, que Cristina es maltratadora y sectaria probablemente los ayude a amontonarse, pero revela un profunda desconexión e incomprensión de lo que pasa en el mundo y en la región con los liderazgos populares y su construcción. Son críticas de cabotaje, rezongos infantiles. Como cuando hablan de “la unidad” en abstracto. Si el peronismo hubiera ido unido en 2003, Menem hubiera vuelto a ser presidente; y si no era Menem, podría haber sido López Murphy. Cualquiera de las dos variantes era neoliberal. 
Si quieren volver a ganar, de verdad, van a tener que reivindicar al kirchnerismo y su modelo -del que fueron parte-, y a sus votantes, porque es lo contrario de lo que se viene haciendo ahora, es la memoria reciente de que se puede vivir distinto. Salvo que por toda misión en la vida quieran pararse al costado de la historia, saldar cuentas con su antigua jefa viendo cómo la despedazan en Comodoro Py y Clarín, ignorando que esa situación es apenas un anticipo de lo que también les espera, si el proyecto de Massa y Macri prospera y se consolida en el tiempo sin oposición peronista real. 

Eso que la gente no vio en Cafiero, allá por los ’80, y eligió castigar con Menem. 

lunes, 5 de septiembre de 2016

La imperdible carta de Gabriela Cerrutti a Stolbizer: “Margarita, ¿quién te creés que sos?”


cerruti

La legisladora de Nuevo Encuentro le dedicó memorables palabras a Margarita Stolbizer en una crítica que queda para la historia.

La carta completa:

Juguemos con los nombres, dale.
Vos le ponés a tu libro Yo Acuso, como si pudiera existir alguna línea trazable en el universo entre tu escritura y la monumental obra de Emile Zola, J’Accuse, que se convirtió en un antes y un después en la historia humana sobre la justicia y el antisemitismo.
Yo le pondría La insoportable levedad del ser.
Vos decís que tu libro es el Nunca Más. Así, sin que se te caiga la cara de vergüenza, ponés una recopilación de denuncias mediáticas a la altura de la investigación de los hombres y mujeres más nobles y dignos de este país sobre la tragedia más inmensa de la que tengamos memoria.
Yo lo llamaría La hoguera de las vanidades.
Verte pasear por los canales de televisión es una clase en vivo de cómo en determinados momentos históricos, personas ordinarias, que podrían haber sido inofensivas o hasta buenas personas, cegadas por la obediencia a los poderosos, la búsqueda de fama o los halagos, se convierten en engranajes necesarios de maquinarias destructivas.
El rating y la fama instantánea (superficial, esporádica, pero instantánea) son tan engatusadores como el dinero y el poder. Vos creés realmente que sos Emile Zola y que escribiste el Nunca Más. Lo sé, no fingís. Lo creés porque ésa es la imagen que te devuelve la pantalla del televisor, porque eso es lo que te dice la sonrisa de los periodistas aduladores que te entrevistan y hasta seguramente la gente que te saluda por la calle después de haberse intoxicado con esas imágenes en el televisor.
Contestás entrevistas, te maquillan en camarines, te besan los microfonistas como viejos conocidos, te recibe el presidente en la quinta de Olivos y van los dirigentes a la presentación de tu libro. Llegaste, sos parte. No importa que el Presidente que te recibe sea un líder moderno de esa derecha fascista a la que acusó Zola y que se haya enriquecido como partícipe y cómplice del genocidio retratado en el Nunca Más. En la moderna sociedad de los medios, no importa el contenido, solo las formas. En la histórica senda de las debilidades humanas, tampoco: es tan halagador ser recibido por un Presidente que no importa quién es ese presidente.
Es esa materia que une la debilidad humana con los mecanismos perversos de los medios, la búsqueda de reconocimiento personal con las mieles de la fama, la que convierte a personas con buenas intenciones en instrumentos perfectos para ser usados y descartados.
No es La metamorfosis. No es me desperté un día y me había convertido en un monstruo. Es paso a paso. Sonrisa a sonrisa. Favor a favor, mimo a mimo. Entrevista a entrevista.
Y un día, vos, que fuiste capaz de enfrentarte a tu líder y jefe Raúl Alfonsín porque no le perdonaste la Obediencia Debida y el Punto Final, sonreíste abrazada al socio y cómplice de los genocidas. Y vos, que denunciaste a los empresarios que se quedaron con el Estado a través de la Obra Pública primero, y las privatizaciones después, fuiste primera dama en su Corte. Vos, Margarita, que presentaste conmigo El Pibe porque pensás de Mauricio Macri lo mismo que pienso yo, sos ahora su instrumento para blanquearse y mostrarse como una derecha sensible.
El camino de ida es paso a paso. Pero el de regreso, no.
Un día no les servís más, y entonces te despertás, y no hay más boas, ni plumas, ni cámaras de televisión. Y estás vos sola.
Y el problema, entonces, es que ya no te acordás quién eras.
Buena suerte para ese día, Margarita.

El abajo que se mueve, y el arriba también



Por Roberto Caballero
Mientras Mauricio Macri paseaba por el mundo, el debajo de la Argentina se movía y el arriba también. La impresionante manifestación popular del viernes 2 demuestra que los niveles de resistencia a las políticas de ajuste vienen en aumento; y los reclamos públicos de la UIA y la CAME, los dichos del consultor Miguel Angel Broda y de Cristiano Ratazzi, de la FIAT, prueban que el establishment también protesta, a su modo, contra el gobierno de Cambiemos -del que es columna central de apoyo-, aunque por motivos diversos.

Cuando esto sucede, como sucede por debajo y por encima de la pirámide social sin que nadie pueda negarlo, un gobierno acaba por perder sustentabilidad. Que los que no piensan igual en poco o casi nada coincidan en criticar sus políticas, sin importar las razones -que pueden ser, incluso, contradictorias para hacerlo-, lo que queda al desnudo es que las decisiones gubernamentales generan una peligrosa inconformidad transversal.
La pretendida desinflación (creativo neologismo que describe la rara mezcla de inflación contenida con recesión agravada y no consumo) no basta para mostrar un desempeño exitoso en la gestión económica. Por el contrario, estamos en presencia de un cóctel explosivo de índices que reflejan el impacto negativo en la vida cotidiana de millones de argentinos. Los salarios perdieron -siendo optimistas- entre un 10 y un 15 por ciento de su capacidad adquisitiva en lo que va de 2016, aunque según el rubro puede trepar al 25. La desocupación se duplicó, con mayor incidencia en Rosario, Córdoba y Mar del Plata. La industria cayó un 7,9 en julio, la mayor baja en 12 años, es decir, el sector en su conjunto retrotrajo su situación a la época del default.
Las medias sonrisas de Marcos Peña, el jefe de Gabinete; o la de Francisco Cabrera, ministro de Producción, no pueden disimular la obviedad, que el mismo Broda describe con lenguaje de mercado, ese que tanto le gustaba hablar al macrismo. Dijo Broda esta semana, y no Axel Kicillof: “La economía está tocando fondo. Los indicadores en la variación interanual son los peores del año (…) De ninguna manera Argentina ha superado el problema de la inflación, es un problema serio, tanto que se está demorando la decisión de poder conocer cuál va a ser la meta para el año que viene (…) Macri, probablemente por su formación, por su equipo con predominio de objetivos políticos, no se ve a sí mismo como un punto de inflexión en la historia. Entonces aquellos que creímos que esto podía ser el punto de inflexión de la historia, sin acentuar las tintas para que vuelva el populismo, cierto sentimiento de desazón tiene (…) El anterior gobierno dejó una herencia positiva, que es la baja de la deuda sobre PBI, pero el problema es que estamos aumentando rápidamente esa deuda (…) Tenemos un año más de este deporte nacional que es el endeudamiento masivo, el primer deporte nacional es la fuga de capitales; el segundo, salir a mangar”.
Está bien que alerte sobre “la vuelta del populismo”. Es Broda, no Roberto Feletti. Sin embargo, proviniendo de quien proviene el comentario, uno de los principales voceros del establishment y sus necesidades, llamó la atención su reconocimiento a la “herencia positiva” que recibió el gobierno de Macri. Cambiemos hizo un culto instituyente del supuesto pesado legado de la gestión kirchnerista. Ha sido piedra angular de su relato justificador del ajuste, repetido hasta el hartazgo por los medios oficialistas. Pero Broda se lo desarmó, impiadosamente.
La impaciencia de los dueños del poder y del dinero es el dato a desmenuzar. Porque el gobierno no hizo otra cosa que favorecerlos desde que asumió en diciembre pasado. ¿Por qué se quejan, entonces, a través de Broda? No hay una sola medida oficial que haya empoderado a los sectores del trabajo o la producción. Cada decreto, resolución o ley tuvo como objetivo desarmar el andamiaje de políticas protectivas de la industria y el empleo. Eso que llaman, odiosamente, “populismo”. Y, sin embargo, igual se manifiestan insatisfechos.
No está del todo claro, aunque lo que subyace es una crítica al gradualismo, en realidad. A la intervención de la necesidad política (“predominio de objetivos políticos en su equipo”, dicen), por sobre las reformas de fondo que le exigen y ven, con desazón, que se aplican lenta y morosamente. Es por derecha el enojo. Ven que el gobierno no avanza con la fuerza que ellos le reclaman. Ocurre que no registran algo esencial en la Argentina del Siglo XXI: la legitimidad de origen del gobierno son los votos. Su gobierno de derecha neoliberal basa su sustentabilidad en el apoyo social a sus decisiones. Ya no pesan los estados de sitio ni los tanques, como en el pasado. Sino las encuestas, el humor social y las caídas de imagen.
La derecha tiene hoy un inmenso poder, provisto por las urnas y revocable, también, por las urnas. Esa es la novedad de la institucionalidad argentina, que la derecha está asumiendo a golpes de realidad. Por eso, aunque Macri quisiera satisfacer a Broda en su reclamo de dureza, no deja de estar atento a los costos políticos de sus decisiones. Le pasó con las tarifas de los servicios públicos. Broda no salió a fustigar a Aranguren cuando presentó su plan. Porque, como él, suponía que el voto a Cambiemos implicaba una aceptación mansa de su incremento sideral. Se equivocaron. Con los cacerolazos y protestas extendidas en toda la geografía federal del país tuvieron que retroceder, consumiendo buena parte de su capital político electoral, y la Corte se vio obligada a intervenir para que no siguieran haciendo papelones.
También la UIA expresó su molestia en el Día de la Industria. La “reprimarización” de la economía estuvo en la agenda. Tema para nada menor, porque es parte de norte ideológico del gobierno que habla de transformar el país en el “supermercado del mundo”, cuando en verdad se conforma con ser su verdulería y su carnicería. El presidente de la entidad, Alejandro Kauffman, proviene de Arcor, que se está quedando sin mercado interno producto de la caída del consumo, en su caso, de golosinas y derivados. Detrás estaba la desazón de Paolo Rocca, que advierte en privado sobre lo mismo, luego de que la apertura de importaciones dañara las posibilidades de la línea blanca que usa las chapas que produce. Ratazzi pidió un dólar a 18 pesos para poder exportar, ahora que ya no tienen quien le compre fronteras adentro, en un mercado deprimido, dominado por las malas expectativas e ingresos en baja.
Todos ellos creyeron que Macri era lo que decía ser. Depositaron en él una esperanza que hoy se ve defraudada, a pesar de las múltiples señales a favor del mercado. Porque la manta siempre es corta en una economía periférica como la nuestra. Esa es la verdad.
Si le hace caso a Ratazzi, no puede evitar que el alza del dólar, como ocurrió históricamente, se traslade a precios y aumente la inflación. Si le hace caso a la UIA, que también se queja por los acuerdos con China, se queda sin el financiamiento del gigante asiático para obras de infraestructura. Si quiere dejar contento a Pagani o a Rocca, y proteger el mercado interno, tiene que reabrir paritarias e incrementar salarios, que es lo que, por otro lado, le exigen que baje. Si baja el déficit de un plumazo, como a coro le reclaman, la actividad económica se estanca definitivamente, y no tiene una protesta sino miles en cada rincón del país.
Porque, hay que decirlo, el establishment no tiene un país en la cabeza –y, si lo tiene, es inviable socialmente-, lo que tiene son reclamos para incrementar su renta; y un presidente democrático, aunque sea de derecha y autoritario como Macri, tiene que lidiar con el país real y sus complejidades.
Las decenas de miles de personas que reventaron la Plaza de Mayo le protestaron a Macri en su cara –no en la de Rocca, ni en la de Kauffman, ni en la de Pagani, ni en la de Broda-. Menem logró que la primera Marcha Federal se demorara cinco años. Macri la enfrenta apenas a ocho meses y medio de su asunción. Eso dice algo. O mucho.
Habla de una lucha de impaciencias. La de abajo, que se planta cada vez con más fuerza, porque los niveles de agresión y recorte de derechos, comparados con lo vivido en la última década, fueron salvajes y amenazan la subsistencia cotidiana de millones de personas; y la de arriba, que recién ahora se desayuna con lo evidente: es imposible para un gobernante aplicar sus recetas sin incursionar en una fase de impopularidad y desgobierno que termine consumiendo la propia administración hasta estancarla.
Con un detalle más: la campaña electoral del año próximo ya comenzó.
Aunque todos los nieguen.