Por Luis Bruschtein
Los que tanto hablaron contra los subsidios festejaron ahora con la idea de que su retiro se fundamenta en sus críticas y deducen por eso que se acabó el modelo. Para ellos, el levantamiento de los subsidios sería una demostración de que no se puede ir contra el mercado: si alguien necesita algo, un servicio, agua o electricidad, debe pagar lo que estipula el mercado, y si no, abstenerse.
En realidad, es todo lo contrario: el levantamiento de los subsidios es posible ahora porque antes estuvieron durante ocho años. Esos ocho años de subsidios permitieron llegar a una situación de la economía en que ahora se los pueda retirar sin producir injusticias ni disrupciones. Si no se aplicaban en 2003, hubieran quedado millones de personas sin agua, sin gas ni electricidad y las empresas hubieran terminado por colapsar. Eso hubiera sido seguir las leyes del mercado. La intervención del Estado, en cambio, a través de los subsidios, frenó esa escalada de terror.
Habrá que ver cómo se aplica la salida y las turbulencias que produce, pero en principio una salida relativamente limpia confirmaría el famoso modelo económico del kirchnerismo en vez de negarlo. Porque la única regla inamovible es que la economía sirva a la comunidad (y no al revés) y por lo tanto debe estar subordinada a la política (y no al revés). En ese contexto, cuando los subsidios sirven, se aplican, y cuando no, se los retira.
El retiro de los subsidios fue visualizado como un movimiento donde el Estado tomó distancia y por eso despertó cierta alegría en sectores del neoliberalismo. Pero días anteriores, el Gobierno había generado otro movimiento donde el Estado intervino ante la estimulación del “síndrome dólar”. En el país hay una cultura del dólar. Es como un arma cargada. Pero alguien o algo la tiene que disparar. En este caso, ni el tipo de cambio está tan desfasado ni existen condiciones en la economía que podrían haber funcionado como disparadores.
En cambio, el síndrome fue activado entre otras cosas por una campaña de mails que fue amplificada con información forzada por los grandes medios. Frente a una intervención con sentido especulativo, el Estado intervino a su vez en sentido inverso y dispuso varias normas para los que quisieran comprar dólares. Fue criticado esta vez por “intervencionista” o “estatista”, pero al no haber condiciones reales que justificaran ese vuelco al dólar, con esas medidas en pocos días el tipo de cambio se estabilizó en donde estaba al principio. Al finalizar esta semana, algunas de esas medidas ya se estaban flexibilizando.
El tono de los titulares y de los columnistas en los grandes medios ante estas dos situaciones fue el de una alarma casi festiva imaginando, por un lado, la catástrofe y, por el otro, la forma en que podía descender el capital político que obtuvo Cristina Kirchner, con el 54 por ciento.
Ni siquiera había tenido tiempo de reasumir la nueva gestión y ya se la imaginaban haciendo agua dando el brazo a torcer, supuestamente, con el levantamiento de los subsidios, o debiendo intervenir en forma agónica ante una inquietante disparada del dólar.
A esta altura ya no se entiende si se trata de un tono obligado, casi burocrático, que deben usar como si pusieran piloto automático cada vez que se refieren al Gobierno, o si realmente creen en esos análisis apocalípticos que se disipan siempre al poco tiempo. Fueron dos situaciones que de alguna manera todavía no han terminado de transcurrir, pero en las que el Gobierno nunca perdió el control y a las que fue arreando, más o menos en función de sus estrategias. El abuso del tono profético terminal hundió la carrera de Elisa Carrió y en alguna medida también la de Eduardo Duhalde. Es un registro que no tiene buena recepción en la sociedad, en la que crece el rechazo cada vez que esas profecías se anuncian escandalosamente y encima no se cumplen. A esta altura es un tono que solamente busca la complicidad del contrera convencido y rabioso que constituye un sector bastante minoritario, enquistado sobre todo en la Capital Federal.
El conflicto en Aerolíneas también cuadra en este escenario poco común en una etapa de transición entre el final de un gobierno y su reasunción con el mayor respaldo electoral desde 1983. Aerolíneas se disparó en forma inesperada, primero con una carta muy dura del sindicato de pilotos contra la dirección de la empresa y después con un conflicto no declarado que obstaculizó la salida de los aviones protagonizado por el sindicato de los técnicos aeronáuticos.
Son tres situaciones: una disparada por el poder económico que trató de marcar territorio al Gobierno con un golpecito de mercado; otra, lanzada por iniciativa del oficialismo aprovechando las características de esta transición para quitar los subsidios, y la tercera en Aerolíneas, que tomó la forma de confrontación interna, además de la repercusión externa.
El conflicto de Aerolíneas puso en juego otra vez valores laboriosamente instalados por el neoliberalismo, como la desconfianza a cualquier asunto que administre el Estado y otro más desagradable, que es el desprecio a los jóvenes.
La carta del jefe de los pilotos, Jorge Pérez Tamayo, que se asume como kirchnerista, busca complicidad en esa rémora antiestatista, la que le otorga visos de realidad para los grandes medios. En realidad sus denuncias contradicen hechos concretos que han sido constatados por los usuarios de Aerolíneas. Si no fuera por los retrasos a los que son sometidos sus vuelos por estos gremios (sólo son dos de los siete involucrados en la aeronáutica), es evidente que han crecido mucho la flota de aviones, las rutas y las frecuencias. La empresa sería muy competitiva si no tuviera esos retrasos.
También le otorga credibilidad el prejuicio contra los jóvenes, ya que la dirección de la empresa está conformada por militantes de La Cámpora. Hay un cierto regodeo en algunos comentarios para exagerar el supuesto fracaso de la gestión pública de una Aerolíneas a cargo de jóvenes. Se da por descontado que si está el Estado y además pibes que hacen política, todo tiene que ser un desastre.
En realidad, a los prejuicios antiestatistas y contra los jóvenes se les suma el del viejo gorilismo. Esas tres patas hicieron que un personaje rocambolesco y mediático llevara la voz cantante contra la gestión pública en Aerolíneas. Si Enrique Piñeyro sabe del negocio aeronáutico como sabe de política, le hizo un gran bien al país al dedicarse al cine y a las apariciones mediáticas escandalosas.
Hubo derroche de críticas y desprecios para la agrupación juvenil. La carta de Pérez Tamayo describió a la gestión kirchnerista al borde del disparate, con decisiones desopilantes y de una ineficiencia absoluta. No hay problemas menores, todos los que se describen tienen el dramatismo de una tragedia final. Fue un error darle ese tono destituyente a la carta, porque sonó de la misma forma como la oposición se refirió al gobierno nacional durante el conflicto por la 125, ese tono de columnista del diario La Nación. Esa frecuencia sin matices no tiene credibilidad porque demostró que es exagerada, manipuladora y, en muchos casos, engañosa. De las críticas que se hicieron en ese entonces y de las consecuencias terribles que se anunciaron, no pasó nada y la carta de Pérez Tamayo produce la misma impresión. Solamente puede sensibilizar en algún sector porque genera cierta complicidad con esos prejuicios antiestatistas, antijuveniles y antiperonistas.
Más allá de la imagen externa que asume el conflicto, lo que se puede ver es que no hay un reclamo gremial y lo que sí aparece es una embestida muy fuerte contra la dirección de Aerolíneas. Lo que hay entonces es una disputa de poder y cada quien se cuelga de ella según le conviene. El problema que se le plantea al Gobierno es hasta qué punto una disputa de poder interna puede llevar a ese nivel de desgaste externo.
19/11/11 Página|12
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