"Hemos tomado conciencia de las enormes riquezas naturales de que disponemos, cuya defensa y racional aprovechamiento nos crea una obligación irrenunciable ante la humanidad". (Discurso de Perón a la firma del Tratado del Río de la Plata)
Hace treinta y cinco años, el General Juan Domingo Perón llegaba a Montevideo, para suscribir el Tratado del Río de la Plata.
Quedaba atrás casi un siglo de disputas y controversias que hipotecaron el destino común de ambos pueblos.
El viejo general dejaba también a sus espaldas cualquier tipo de agravio o resentimiento, para poner por delante su irrenunciable vocación por la unidad continental.
Así lo entendió el pueblo de Montevideo que se volcó a las calles para saludar a quien a menos de dos meses de haber asumido su tercera presidencia constitucional venía en nombre de todos los argentinos a reconocerle al Uruguay y a su pueblo, los derechos que absurdos desencuentros habían postergado.
Poco le importó a Perón la manifiesta ilegitimidad del gobierno uruguayo de entonces.
Perón sabía mejor que nadie y por experiencia propia, que los gobiernos pasan y los pueblos quedan y que es solo sobre el alma y la voluntad de los pueblos y a través de la correcta interpretación de sus intereses permanentes, que se sellan los acuerdos que les permiten avanzar juntos por el camino de su auténtica liberación.
Perón no quiso morir sin poner de manifiesto su genuina vocación de reconciliación y fraternidad con el pueblo oriental.
Sabía bien que estas dos naciones hijas de una misma patria, o construían un futuro común o no tendrían ninguno.
Se abrió así un horizonte de esperanza que solo ensombreció la barbarie de las tiranías.
Hoy, a treinta y cinco años de aquellos acontecimientos y cuando las dificultades nos tientan al desaliento y convocan a los viejos fantasmas de patrioterismos adolescentes, resulta más necesario que nunca revivir el espíritu de grandeza que el pueblo uruguayo y Perón, pusieron por entonces de manifiesto.
Hoy también, cuando nuestros pueblos enfrentan una crisis que no provocaron y que como en oportunidades anteriores se pretende hacerles pagar con la postergación o renuncia de sus derechos inalienables, la consigna de la hora es la unidad.
Unidad sin la cual el precio a pagar será sin duda el bienestar, la dignidad de nuestros pueblos y la viabilidad de nuestras naciones.
Con esta convicción, con el espíritu de grandeza que hizo posible la firma del Tratado del Río de la Plata y con la serena esperanza de resolver con madurez nuestras circunstanciales diferencias, uruguayos y argentinos debemos celebrar este hecho histórico que alumbra con su ejemplo el camino a transitar.
HPM/
NOTA: El Correo-e del autor es Hernan Patiño Meyer patinomayer@gmail.com
*Hernan Patiño Meyer es embajador de la República Argentina en la Republica Oriental del Uruguay.
Hace treinta y cinco años, el General Juan Domingo Perón llegaba a Montevideo, para suscribir el Tratado del Río de la Plata.
Quedaba atrás casi un siglo de disputas y controversias que hipotecaron el destino común de ambos pueblos.
El viejo general dejaba también a sus espaldas cualquier tipo de agravio o resentimiento, para poner por delante su irrenunciable vocación por la unidad continental.
Así lo entendió el pueblo de Montevideo que se volcó a las calles para saludar a quien a menos de dos meses de haber asumido su tercera presidencia constitucional venía en nombre de todos los argentinos a reconocerle al Uruguay y a su pueblo, los derechos que absurdos desencuentros habían postergado.
Poco le importó a Perón la manifiesta ilegitimidad del gobierno uruguayo de entonces.
Perón sabía mejor que nadie y por experiencia propia, que los gobiernos pasan y los pueblos quedan y que es solo sobre el alma y la voluntad de los pueblos y a través de la correcta interpretación de sus intereses permanentes, que se sellan los acuerdos que les permiten avanzar juntos por el camino de su auténtica liberación.
Perón no quiso morir sin poner de manifiesto su genuina vocación de reconciliación y fraternidad con el pueblo oriental.
Sabía bien que estas dos naciones hijas de una misma patria, o construían un futuro común o no tendrían ninguno.
Se abrió así un horizonte de esperanza que solo ensombreció la barbarie de las tiranías.
Hoy, a treinta y cinco años de aquellos acontecimientos y cuando las dificultades nos tientan al desaliento y convocan a los viejos fantasmas de patrioterismos adolescentes, resulta más necesario que nunca revivir el espíritu de grandeza que el pueblo uruguayo y Perón, pusieron por entonces de manifiesto.
Hoy también, cuando nuestros pueblos enfrentan una crisis que no provocaron y que como en oportunidades anteriores se pretende hacerles pagar con la postergación o renuncia de sus derechos inalienables, la consigna de la hora es la unidad.
Unidad sin la cual el precio a pagar será sin duda el bienestar, la dignidad de nuestros pueblos y la viabilidad de nuestras naciones.
Con esta convicción, con el espíritu de grandeza que hizo posible la firma del Tratado del Río de la Plata y con la serena esperanza de resolver con madurez nuestras circunstanciales diferencias, uruguayos y argentinos debemos celebrar este hecho histórico que alumbra con su ejemplo el camino a transitar.
HPM/
NOTA: El Correo-e del autor es Hernan Patiño Meyer patinomayer@gmail.com
*Hernan Patiño Meyer es embajador de la República Argentina en la Republica Oriental del Uruguay.
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