En la relación del kirchnerismo con el nacionalismo –entendido como “apelación a lo nacional como entidad colectiva” frente a otras apelaciones como las de clase o la meramente individual– distingo al menos tres etapas culturales.
Los argentinos tardamos más de 150 años en animarnos a celebrar nuestra soberanía. Es todo un síntoma del proceso de penetración cultural e ideológica a la que fuimos sometidos por las principales potencias del mundo –primero España, luego Gran Bretaña, y, finalmente, Estados Unidos– y del que siempre nos costó desembarazarnos, tanto en los planos intelectuales, mediáticos, académicos, artísticos, económicos, políticos e ideológicos. Mucha tinta corrió durante décadas, lo que hace innecesario repetir sus principales conceptos, pero para aquellos que quieran repasar o abrevar su sed nacionalista, pueden leer a los hermanos Hernández, a Ricardo Rojas, a Ezequiel Martínez Estrada, a José Hernández Arregui, Jorge Abelardo Ramos, Héctor Agosti, Horacio González, Rodolfo Kusch, Arturo Jauretche, y tantos otros. Incluso el actual proceso político, iniciado por Néstor Kirchner en 2003, debió cumplir una serie de etapas culturales para “restaurar” ciertas ideas y prácticas provenientes del nacionalismo popular –que es a diferencia del nacionalismo oligárquico (esencialista, rupestre, reaccionario) económico, político, historicista, dinámico–.
En la relación del kirchnerismo con el nacionalismo –entendido como “apelación a lo nacional como entidad colectiva” frente a otras apelaciones, como las de clase o la meramente individual– distingo al menos tres etapas culturales. En el primer período, que va desde 2003 hasta 2009, ese diálogo se vio atravesado por la necesidad de apuntalar la autoestima de los argentinos. Las propagandas oficiales en las que flameaba la celeste y blanca, los rostros de habitantes de todas partes del país, los eslóganes en los que se apelaba a la “posibilidad de poder” que teníamos los argentinos, los discursos de Néstor Kirchner estaban dirigidos a despertar ese sentimiento de amor propio narcotizado tras tantos años de neoliberalismo, de tilinguería y malinchismo intelectual. La recuperación de los símbolos patrios, la bandera, el Himno, de significantes como patria, nación, pueblo, de lo propio –entendido con la mayor amplitud y contradicción con que pueda elaborarse–, y, también, de los instrumentos de política internacional que permitieron distanciarse de los mandatos de Washington y crear una agenda latinoamericanista.
La segunda etapa estuvo caracterizada por la contención de la respuesta de las grandes mayorías plurales. Estoy hablando, fundamentalmente, de 2010, cuando en ese “argentinazo cultural”, como lo definió Jorge Coscia, seis millones de personas –sin pertenecer exactamente al espacio político del kirchnerismo–, emitieron un mensaje claro: Estamos orgullosos de la argentinidad que estamos ejerciendo. De manera muy inteligente, la presidenta de la Nación se desapropió rápidamente de la celebración, y dijo: “fue una fiesta de todos los argentinos”. Sin embargo, claro, la contención cultural, histórica, ideológica, la había planteado justamente el kirchnerismo; el relato histórico estaba en manos de la tradición nacional y popular. El culmen de este momento fue la celebración del 20 de noviembre en la Vuelta de Obligado, con la inauguración del monumento de las cadenas y el busto de Juan Manuel de Rosas, y la instauración del Día de la Soberanía como feriado nacional.
En su discurso del viernes, la presidenta Cristina Fernández de Kirchner desmenuzó el concepto de “soberanía” y desmilitarizándolo, es decir, no reduciéndolo sólo a su aspecto territorial o geográfico siempre tan castrense, decidió reinsertarlo en la mejor de las tradiciones peronistas: cuando se habla de soberanía se refiere a la política, a la economía, lo cultural. Una Nación es soberana cuando su gobierno tiene absoluta legitimidad por parte de su pueblo. Y, sobre todo, cuando esa dirigencia hace lo que su pueblo necesita. Sólo un Estado que representa los intereses de las grandes mayorías puede plantarse al mundo y hablar con voz propia, aun cuando ese país esté en el fin del mundo y no sea visualizado como importante por las grandes potencias. Un pueblo es soberano cuando su gobierno representa el interés de las mayorías y no el de las minorías.
Pero en las últimas semanas, la presidenta le ha dado una vuelta de tuerca al concepto de la identidad colectiva. Y hay que leer atentamente sus discursos y sus actos para tomar conciencia de que la relación entre el kirchnerismo y el nacionalismo ha entrado en una nueva etapa. Ya no se trata de celebrar la autoestima y el orgullo, ahora se trata de asumir responsabilidades. La posible dureza del año 2012 obliga a pensar en los compromisos que deben asumir, no sólo el Estado y el gobierno, sino también los particulares. La apelación a la responsabilidad social de los empresarios, no a ese concepto higiénico de beneficencia vertical, que limpia la conciencia de un industrial que se hace cargo de “cuidar” tal o cual plaza porteña, sino del “hacerse cargo del otro”, en términos bíblicos –recuerden las palabras de Caín a Jehová– de convertirse “en guardianes de sus hermanos”.
Intuyo que se trata en esta nueva fase de reconstituir los lazos sociales y nacionales quebrados por la dictadura y el neoliberalismo. Esos lazos tienen que ver con la asunción por parte de uno del Otro como un igual, equipararlo en derechos y valores con uno mismo, entender que el Otro es parte de la misma identidad nacional, y que por eso se tiene una responsabilidad particular por los destinos de quien comparte un mismo territorio, ciertas tradiciones culturales, una parte del recorrido histórico.
Siempre me gustó la metáfora que utiliza el escritor Dino Buzzati en su cuento “El perro que vio a Dios”, para ilustrar lo que creo yo sería una ética realista de corte nacional. No sé si la patria existe como una entidad metafísica. Y también es cierto que los Estados-Nación parecen condenados a ser fantasmas del siglo XIX. Sin embargo, se me hace que es el último refugio de comunidad que resta para sentirse parte de algo. Alguna vez escribí que “no creo en nacionalismos baratos, en xenofobias, en esencialismos absurdos ni en tradicionalismos marmóreos”. Y sigo sosteniendo que para mí acaso sea como ese perro cachuzo del cuento. Relata Buzzati que en un pueblo italiano muy corrupto muere un día un hombre que era el único reputado como un verdadero santo. Ese buen hombre estaba siempre acompañado por un perro, que lo siguió hasta la tumba y se acostó al lado de la cruz en su última morada. Poco a poco el pueblo se olvidó de ellos y los ladrones, los estafadores, los adúlteros, los miserables, los mezquinos, los explotadores volvieron a hacer de las suyas. Hasta que un día, cada vez que un hombre corrupto estaba a punto de cometer un delito se le aparecía el perro ceniciento y lo increpaba con los ojos del santo. La presencia de ese animal, que les recordaba (o les hacía creer) que había un Dios, comenzó a inhibir a cada uno de los aprovechadores que tenía esa aldea. Pronto sus pasiones por el delito comenzaron a apaciguarse. El pueblo comenzó a convertirse en un lugar habitable, ameno, floreciente, sin conflictos, sin robos, sin muertes, sin adulterios. Un buen día, los habitantes de esa localidad decidieron ir a buscar al perro pero no lo encontraron. Fueron hasta la tumba del santo y hallaron los huesos viejos del animal que se había dejado morir junto a su dueño. Ese perro, claro, era un fantasma, una aparición espectral, pero había logrado convertir a esa aldea en un pueblo mejor.
Es posible que la patria como una entidad metafísica y esencialista no exista. Pero hoy estoy seguro que sin esa idea de comunidad, de colectivo, de responsabilidad por el otro, no es posible hacer un país mejor, con menos corrupción, con menos especuladores, menos miserables, menos mezquinos y explotadores. A propósito de responsabilidades y obligaciones, usted que puede, ¿ya decidió si va a renunciar o no al subsidio estatal en solidaridad con los que menos pueden en un año particularmente difícil para la economía?
En la relación del kirchnerismo con el nacionalismo –entendido como “apelación a lo nacional como entidad colectiva” frente a otras apelaciones, como las de clase o la meramente individual– distingo al menos tres etapas culturales. En el primer período, que va desde 2003 hasta 2009, ese diálogo se vio atravesado por la necesidad de apuntalar la autoestima de los argentinos. Las propagandas oficiales en las que flameaba la celeste y blanca, los rostros de habitantes de todas partes del país, los eslóganes en los que se apelaba a la “posibilidad de poder” que teníamos los argentinos, los discursos de Néstor Kirchner estaban dirigidos a despertar ese sentimiento de amor propio narcotizado tras tantos años de neoliberalismo, de tilinguería y malinchismo intelectual. La recuperación de los símbolos patrios, la bandera, el Himno, de significantes como patria, nación, pueblo, de lo propio –entendido con la mayor amplitud y contradicción con que pueda elaborarse–, y, también, de los instrumentos de política internacional que permitieron distanciarse de los mandatos de Washington y crear una agenda latinoamericanista.
La segunda etapa estuvo caracterizada por la contención de la respuesta de las grandes mayorías plurales. Estoy hablando, fundamentalmente, de 2010, cuando en ese “argentinazo cultural”, como lo definió Jorge Coscia, seis millones de personas –sin pertenecer exactamente al espacio político del kirchnerismo–, emitieron un mensaje claro: Estamos orgullosos de la argentinidad que estamos ejerciendo. De manera muy inteligente, la presidenta de la Nación se desapropió rápidamente de la celebración, y dijo: “fue una fiesta de todos los argentinos”. Sin embargo, claro, la contención cultural, histórica, ideológica, la había planteado justamente el kirchnerismo; el relato histórico estaba en manos de la tradición nacional y popular. El culmen de este momento fue la celebración del 20 de noviembre en la Vuelta de Obligado, con la inauguración del monumento de las cadenas y el busto de Juan Manuel de Rosas, y la instauración del Día de la Soberanía como feriado nacional.
En su discurso del viernes, la presidenta Cristina Fernández de Kirchner desmenuzó el concepto de “soberanía” y desmilitarizándolo, es decir, no reduciéndolo sólo a su aspecto territorial o geográfico siempre tan castrense, decidió reinsertarlo en la mejor de las tradiciones peronistas: cuando se habla de soberanía se refiere a la política, a la economía, lo cultural. Una Nación es soberana cuando su gobierno tiene absoluta legitimidad por parte de su pueblo. Y, sobre todo, cuando esa dirigencia hace lo que su pueblo necesita. Sólo un Estado que representa los intereses de las grandes mayorías puede plantarse al mundo y hablar con voz propia, aun cuando ese país esté en el fin del mundo y no sea visualizado como importante por las grandes potencias. Un pueblo es soberano cuando su gobierno representa el interés de las mayorías y no el de las minorías.
Pero en las últimas semanas, la presidenta le ha dado una vuelta de tuerca al concepto de la identidad colectiva. Y hay que leer atentamente sus discursos y sus actos para tomar conciencia de que la relación entre el kirchnerismo y el nacionalismo ha entrado en una nueva etapa. Ya no se trata de celebrar la autoestima y el orgullo, ahora se trata de asumir responsabilidades. La posible dureza del año 2012 obliga a pensar en los compromisos que deben asumir, no sólo el Estado y el gobierno, sino también los particulares. La apelación a la responsabilidad social de los empresarios, no a ese concepto higiénico de beneficencia vertical, que limpia la conciencia de un industrial que se hace cargo de “cuidar” tal o cual plaza porteña, sino del “hacerse cargo del otro”, en términos bíblicos –recuerden las palabras de Caín a Jehová– de convertirse “en guardianes de sus hermanos”.
Intuyo que se trata en esta nueva fase de reconstituir los lazos sociales y nacionales quebrados por la dictadura y el neoliberalismo. Esos lazos tienen que ver con la asunción por parte de uno del Otro como un igual, equipararlo en derechos y valores con uno mismo, entender que el Otro es parte de la misma identidad nacional, y que por eso se tiene una responsabilidad particular por los destinos de quien comparte un mismo territorio, ciertas tradiciones culturales, una parte del recorrido histórico.
Siempre me gustó la metáfora que utiliza el escritor Dino Buzzati en su cuento “El perro que vio a Dios”, para ilustrar lo que creo yo sería una ética realista de corte nacional. No sé si la patria existe como una entidad metafísica. Y también es cierto que los Estados-Nación parecen condenados a ser fantasmas del siglo XIX. Sin embargo, se me hace que es el último refugio de comunidad que resta para sentirse parte de algo. Alguna vez escribí que “no creo en nacionalismos baratos, en xenofobias, en esencialismos absurdos ni en tradicionalismos marmóreos”. Y sigo sosteniendo que para mí acaso sea como ese perro cachuzo del cuento. Relata Buzzati que en un pueblo italiano muy corrupto muere un día un hombre que era el único reputado como un verdadero santo. Ese buen hombre estaba siempre acompañado por un perro, que lo siguió hasta la tumba y se acostó al lado de la cruz en su última morada. Poco a poco el pueblo se olvidó de ellos y los ladrones, los estafadores, los adúlteros, los miserables, los mezquinos, los explotadores volvieron a hacer de las suyas. Hasta que un día, cada vez que un hombre corrupto estaba a punto de cometer un delito se le aparecía el perro ceniciento y lo increpaba con los ojos del santo. La presencia de ese animal, que les recordaba (o les hacía creer) que había un Dios, comenzó a inhibir a cada uno de los aprovechadores que tenía esa aldea. Pronto sus pasiones por el delito comenzaron a apaciguarse. El pueblo comenzó a convertirse en un lugar habitable, ameno, floreciente, sin conflictos, sin robos, sin muertes, sin adulterios. Un buen día, los habitantes de esa localidad decidieron ir a buscar al perro pero no lo encontraron. Fueron hasta la tumba del santo y hallaron los huesos viejos del animal que se había dejado morir junto a su dueño. Ese perro, claro, era un fantasma, una aparición espectral, pero había logrado convertir a esa aldea en un pueblo mejor.
Es posible que la patria como una entidad metafísica y esencialista no exista. Pero hoy estoy seguro que sin esa idea de comunidad, de colectivo, de responsabilidad por el otro, no es posible hacer un país mejor, con menos corrupción, con menos especuladores, menos miserables, menos mezquinos y explotadores. A propósito de responsabilidades y obligaciones, usted que puede, ¿ya decidió si va a renunciar o no al subsidio estatal en solidaridad con los que menos pueden en un año particularmente difícil para la economía?
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