Por José Pablo Feinmann
Han
surgido –acaso sin saberlo– maestros de la deconstrucción. Se apoderan
de un texto y alteran su sentido. Ante todo, por el lugar y el espacio
que le dan en la red. El lector de Letrinet, siempre superficial y
apurado, leerá el copete y seguirá adelante. Pero con la simple lectura
del copete hará su juicio sobre el escrito del emisor. Y, para colmo,
vomitará algún veredicto insultante, veloz, que llega con frecuencia a
la cumbre del ultraje (a mí me han dicho delicadezas como Gordo
bufarrón, por ejemplo) en la abominable sección Comentarios. Al
principio, me reía. No porque la frase fuese ingeniosa, sino por lo
desmedida que era, acaso por arañar la cima del disparate, del absurdo. O
por el asombro que provocaba el desparpajo para el agravio que existía
perversamente en ciertos individuos. Ya no me río. El asco y la pena
reemplazaron a la risa. El destino de un texto es el de su distorsión
por el medio que lo reproduce y luego lo espera el estercolero de los
Comentarios, donde una cantidad inmensa de anónimos resentidos,
de anónimos llenos de odio, dejará caer sobre el escritor del texto (que
se ha cuidado, para colmo, de redactarlo bien, cuidando su estilo) una
serie de palabras que llegan también a otra cumbre similar a la anterior
(la del ultraje): la cumbre de lo soez. Todo esto porque el texto le ha
parecido “K” al que arroja toda esa basura sobre el emisor al que
considera “anti-K”. Aunque los “K” también incurren en la blasfemia.
Pero menos. Bastará analizar los insultos del 8-N para comprobarlo. Los
insultos provienen de los grandes medios de comunicación. Es más: creo
que tienen expertos que son los que escriben la mayoría de los
comentarios o los alteran. ¡Jacques Derrida en las letrinas de Internet!
Sin saberlo, estos anónimos personajes penetran en los terrenos de la
deconstrucción en que los juegos del lenguaje pueden hacerle decir a un
texto diferentes significados. “En suma, un texto puede tener tantos
diferentes significados que le es imposible tener uno” (J.A.
Cuddon, Dictionary of literary terms and literary theory, Penguin Books,
Londres, 1991, p. 223). Por ejemplo: en mi último incidente de este
tipo dije, en mi ex programa de radio de Continental, que si el
dibujante Sábat creía que un traspié judicial de la Presidenta le
otorgaba el derecho a dibujarla con un ojo morado, expresando
flagrantemente un caso de violencia de género, se equivocaba: “Si piensa
eso mejor que no lo dibuje”. Más claro agua: si el señor Sábat cree que
a alguien (a cualquier mujer, no importa que en este caso hubiese sido
la Presidenta), cuando tiene un traspié, se la puede dibujar con un ojo
morado, porque, desde luego, le han dado una trompada en el ojo, si
piensa esa barbaridad, señor, no la dibuje. Lo mismo habría hecho si, en
mi diario, Página/12, a Rep se le hubiera ocurrido dibujar a Carrió con
un ojo morado porque algo no le salió como quería. La violencia de
género, el femicidio, es una realidad atroz, no saberlo es vivir en otro
planeta. Creo que Sábat no superó la época de Rico Tipo, revista de los
años cincuenta, donde, sí, había mujeres golpeadas o personajes que se
llamaban Pochita Morfoni o Bólido. Allá él, que dibuje lo que quiera. Él
ni se molesta en contestar. ¿Para qué? Muchos le ahorran el trabajo.
Todo el sistema de los medios poderosos. Que publicaron –alterando mi
texto– “Feinmann pide que Sábat no dibuje lo que piensa”. Y bien, esto
es sólo un ejemplo del periodismo que hoy reina. Que es parte de la
banalidad de los tiempos, de la instauración de la mentira como
herramienta periodística. Antes, el periodismo trabajaba sobre una
materialidad, un mundo fáctico al que interpretaba. Hoy no. No necesita
hechos. Los inventa. A los textos los reconstruye y les cambia sus
significados. O los cercena y pone esos fragmentos como grandes títulos
de las notas. En suma: miente.
Esta modernidad informática se presenta con unas características
temibles. Ya no se interpreta la realidad (recordemos la frase de
Nietzsche: no hay hechos, hay interpretaciones), se la falsea, se la
distorsiona, se miente sin ningún obstáculo moral. El periodismo de hoy
carece de barreras morales. Sólo busca herir a su enemigo (ni siquiera
adversario) del modo más efectivo y más destructivo posible.Nos resta analizar el poder de Internet en estas maniobras de falsedad y agresión. Todo “se sube a la red”. El medio hegemónico transcribe la noticia y la parte “dura” queda para el lumpenaje que llena los comentarios. Ya se pide la pena de muerte, el fusilamiento o el cercenamiento de miembros para los que los “grandes medios” señalan como culpables. La realidad se ha empobrecido de un modo –creo– irrecuperable. Vivimos en un mundo binario: K y anti-K. Ese mundo binario –diría Carl Schmmit– no puede sino desatar una guerra. Es lo que apunta con la díada amigo-enemigo. Es lo que ya había señalado Marx en el Manifiesto: burguesía y proletariado. Hoy podrá tener la nominación que se nos ocurra (más acertadamente) darle. Pero es la historia como conflicto, como antagonismo excluyente. Retengamos este concepto: hay un antagonismo excluyente cuando dos grupos, que entran en conflicto, niegan o rechazan la existencia de cualquier otro, centralizando en el enfrentamiento entre ambos todos los elementos de la realidad. No existe el “tercero”. O se está en un bando o en otro. Para cada uno de los bandos el que está en el otro es un ser abominable con el que todo diálogo es imposible. No hay una posible voz de conciliación pues debería ubicarse en un lugar al que no se le permite existir: un lugar, no neutral, pero alejado de la condición binaria creada por los bandos en pugna. Que se expresa en el célebre: o ellos o nosotros. Esta ausencia del tercero permite el desborde vital e ideológico del binarismo del odio. O se crean opciones diferenciadas, que puedan al menos pensar al margen del odio, o el futuro se presenta oscuro y repetitivo. Todo es previsible. Uno ya sabe qué va a decir alguien con sólo saber a qué bando pertenece. Nadie patea el tablero. La única que podría modificar esta situación es la Presidenta por ser el cuadro político más capacitado de la pobre escena nacional. Podría buscar opositores para sostener alguna forma de diálogo. Sería un comienzo. “¿Con quiénes?”, dirá ella con razón. Es cierto: hay pocos. Habrá que encontrar alguno. Si, al menos, no la hubieran insultado tanto, desmereciéndose como opositores, sería más fácil. Pero alguien habrá. Tal vez la tarea más delicada del Gobierno sería apoyar el surgimiento de una nueva oposición. Colaborar en esa tarea. Cuando uno no tiene con quién dialogar tiene que ayudar a crearlo. La soledad es sombría, triste y, según se dice, mala consejera. Hay que ir en busca de gente inteligente que no piense como uno. Es difícil. Pero no imposible. El país tiene que salir del empobrecimiento de lo binario. Del odio de lo binario. Hagamos algo antes. Porque Dios hace dos mil años que no dice nada. Lo mejor que podría surgir es una fuerza autónoma que pudiera –honestamente– servir de puente, descomprimir, reemplazar los insultos por las ideas. Nadie –en la vieja y repetitiva “oposición”– está en condiciones de hacerlo. Ha surgido un político radical con una buena consigna y él no se ha embarrado en la figura del “enemigo”. La consigna es: “Crear una nueva oposición”. Gente del perfil de Sabbatella antes de su incorporación al gobierno. Son pocos. Pero es una tarea necesaria. Alguien, el día en que murió Néstor Kirchner y empezó el censo, escribió: “El censo empezó bien: un hijo de puta menos”. ¿Cuánto tiene que odiar un ser humano para escribir algo así?
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