Pasó el día señalado por la profecía maya sin que chocaran los planetas
ni llegara el Anticristo a desatar una guerra nuclear. Pero los saqueos a
supermercados y la muerte en las calles provocaron conmoción política y
repusieron la cuestión central de la pobreza, por encima de los
avatares judiciales de la Ley de Medios, de los ecos del desvaído acto
sindical, del retorno triunfal de la Fragata Libertad y de la
recuperación del predio de la Sociedad Rural.
No hubo fin del mundo, pero sí una clara advertencia de que, más allá de las provocaciones, la exclusión social sigue siendo una asignatura pendiente para el gobierno que más voluntad política exhibió contra la pobreza desde la recuperación de la democracia.
Entre los saqueadores hubo seguramente organizadores políticos, delincuentes y oportunistas. Porque robar comida ni siquiera parece un delito, pero muy distinto es alzarse con televisores o licuadoras. Existen indicios que permiten sospechar al menos que algunos de los ataques fueron organizados y poco tuvieron de espontáneos. Pero no cabe duda de que prosperaron porque existen bolsones de extrema pobreza y exclusión social, que subsisten pese a la extraordinaria recuperación de la economía, al incremento del empleo y a la contención de los planes sociales.
Los episodios se produjeron once años después de que el país estallara en una crisis inédita producida por el agotamiento del modelo neoliberal que generó el descreimiento mayoritario de la población en las instituciones y en la dirigencia política. La aplicación sistemática de ajustes ortodoxos durante más de 25 años, la desindustrialización y la deserción del Estado provocó una pavorosa miseria. Una cuarta parte de los argentinos en capacidad de trabajar no tenía empleo ni posibilidad de conseguirlo, miles de empresas habían bajado sus cortinas y en los cordones suburbanos se padecía hambre. Desde ese lugar comenzó la reconstrucción, conviene recordarlo y observar que no existe hoy una coyuntura siquiera parecida.
Sin embargo, pasaron más de diez años y vuelve a correr sangre argentina en medio de escenas inesperadas de saqueos. El PBI se duplicó en la década kirchnerista, el empleo aumentó y la pobreza bajó, pero sigue habiendo bolsones de exclusión que se mantienen al margen de la prosperidad. En aquel fin de año de decadencia y desesperanza, algunos economistas calculaban que haría falta precisamente una década para volver a tener el PBI existente ante de la crisis. Ni un loco era capaz de pronosticar que la torta se duplicaría en ese lapso. Cuando Néstor Kirchner comenzó a delinear su modelo de desarrollo con inclusión social, las pitonisas del desahucio vaticinaban calamidades similares a las de la profecía maya. Pero ocurrió lo contrario: cayó la pobreza, disminuyó el desempleo, creció la economía, el país se desendeudó y aumentaron las reservas.
Por supuesto que siempre hay dimes y diretes: las cifras oficiales sobre la abrupta caída de la pobreza son cuestionadas por quienes advierten que están beneficiadas por la baja inflación que mide el índice de costo de vida del Indec. Dicho de otro modo, si se computara una inflación mayor, las estadísticas de pobreza serían más. "Con el índice del Indec meten debajo de la alfombra a millones de pobres", sostienen los críticos. Sin embargo, el Banco Mundial –un organismo insospechado de favorecer al kirchnerismo– produjo un mes atrás un informe en el que reveló que el modelo iniciado por Kirchner logró sacar de la pobreza a 9,3 millones de personas, con lo cual la clase media se duplicó. El mismo estudio del organismo internacional sostiene que en la Argentina, el 43% son individuos de clase media, el 3% pertenece a la clase alta y el resto son vulnerables o indigentes. Los opositores prefieren mirar el vaso medio vacío: recalcan que según ese informe el 51% de los argentinos es pobre.
Pero sobran datos de las cámaras empresarias que dan cuenta de la mejora en el consumo popular. La demanda de energía y la venta de alimentos en supermercados pegaron un salto importante de entonces a hoy. Y para los escépticos están además las callecitas de Buenos Aires, Rosario o Córdoba, taponadas con automóviles de modelos recientes. Los opositores también cuestionan la cifra de 5 millones de puestos de trabajo nuevos que blande el kirchnerismo, pero no hay duda de que el empleo aumentó. De aquel 23% de desempleo a algo más del 7% hay un mundo de diferencia. Para los descreídos existe un buen ejercicio: averiguar con qué cantidad de pasajeros ingresaban los trenes a la Capital Federal antes de 2001 y cuánto entran ahora. Por supuesto que para quienes sólo observan la mitad vacía del vaso, servirá para constatar lo mal que se viaja desde el Conurbano. Pero esa misma situación puede servir para verificar la explosión en la oferta de empleo.
Con todo, las comparaciones se van poniendo viejas. La economía argentina sufrió el año que termina el impacto de la crisis internacional, contagiada a través del comercio exterior y de la consiguiente escasez de dólares. Los dos sectores que protagonizaron en los últimos años el espectacular despegue argentino, el automotor y la construcción, sufrieron desaceleraciones importantes. La exportación de autos se desaceleró por la menor venta de unidades a Brasil y las obras
civiles se pararon en buena medida por las restricciones en la moneda norteamericana. Los trabajadores de la construcción acusan rápidamente en sus hogares los efectos de la merma de nuevas obras. En el caso de Bariloche –donde se produjeron los primeros desmanes–, a los desempleados de este sector se sumaron los despedidos de la actividad hotelera, que tuvo una temporada invernal todavía signada por el efecto de las cenizas del volcán Puyehue.
Pero más allá de los efectos deletéreos de la crisis internacional y de situaciones puntuales, lo cierto es que el modelo kirchnerista choca con el límite de no lograr imponer una matriz de mejor distribución de la riqueza. Por el contrario, el crecimiento reproduce desigualdades, pese a los esfuerzos oficiales a favor de aumentar salarios mediante el sostenimiento de las paritarias y las jubilaciones por la vía de la actualización semestral. El permanente estímulo a la demanda agregada que realiza el gobierno, no es suficiente para perforar los bolsones de exclusión. La prosperidad no le llega a todos y cuando la crisis internacional golpea, los primeros en caer son obviamente los sectores más vulnerables.
Está claro entonces que la tarea para el año nuevo, un año electoral, es ni más ni menos que imaginar transformaciones para que el crecimiento lo disfruten todos. Porque sobre esa situación de desigualdad se montan provocadores y delincuentes para llevar agua para sus molinos. Pero acusar sólo a los organizadores sin atender las razones profundas –es decir, la pobreza– es hacer lo de aquel hombre que encontró a su mujer infiel haciendo el amor con otro en un sofá. Y para terminar con el problema no se le ocurrió otra cosa que quemar el sofá.
No hubo fin del mundo, pero sí una clara advertencia de que, más allá de las provocaciones, la exclusión social sigue siendo una asignatura pendiente para el gobierno que más voluntad política exhibió contra la pobreza desde la recuperación de la democracia.
Entre los saqueadores hubo seguramente organizadores políticos, delincuentes y oportunistas. Porque robar comida ni siquiera parece un delito, pero muy distinto es alzarse con televisores o licuadoras. Existen indicios que permiten sospechar al menos que algunos de los ataques fueron organizados y poco tuvieron de espontáneos. Pero no cabe duda de que prosperaron porque existen bolsones de extrema pobreza y exclusión social, que subsisten pese a la extraordinaria recuperación de la economía, al incremento del empleo y a la contención de los planes sociales.
Los episodios se produjeron once años después de que el país estallara en una crisis inédita producida por el agotamiento del modelo neoliberal que generó el descreimiento mayoritario de la población en las instituciones y en la dirigencia política. La aplicación sistemática de ajustes ortodoxos durante más de 25 años, la desindustrialización y la deserción del Estado provocó una pavorosa miseria. Una cuarta parte de los argentinos en capacidad de trabajar no tenía empleo ni posibilidad de conseguirlo, miles de empresas habían bajado sus cortinas y en los cordones suburbanos se padecía hambre. Desde ese lugar comenzó la reconstrucción, conviene recordarlo y observar que no existe hoy una coyuntura siquiera parecida.
Sin embargo, pasaron más de diez años y vuelve a correr sangre argentina en medio de escenas inesperadas de saqueos. El PBI se duplicó en la década kirchnerista, el empleo aumentó y la pobreza bajó, pero sigue habiendo bolsones de exclusión que se mantienen al margen de la prosperidad. En aquel fin de año de decadencia y desesperanza, algunos economistas calculaban que haría falta precisamente una década para volver a tener el PBI existente ante de la crisis. Ni un loco era capaz de pronosticar que la torta se duplicaría en ese lapso. Cuando Néstor Kirchner comenzó a delinear su modelo de desarrollo con inclusión social, las pitonisas del desahucio vaticinaban calamidades similares a las de la profecía maya. Pero ocurrió lo contrario: cayó la pobreza, disminuyó el desempleo, creció la economía, el país se desendeudó y aumentaron las reservas.
Por supuesto que siempre hay dimes y diretes: las cifras oficiales sobre la abrupta caída de la pobreza son cuestionadas por quienes advierten que están beneficiadas por la baja inflación que mide el índice de costo de vida del Indec. Dicho de otro modo, si se computara una inflación mayor, las estadísticas de pobreza serían más. "Con el índice del Indec meten debajo de la alfombra a millones de pobres", sostienen los críticos. Sin embargo, el Banco Mundial –un organismo insospechado de favorecer al kirchnerismo– produjo un mes atrás un informe en el que reveló que el modelo iniciado por Kirchner logró sacar de la pobreza a 9,3 millones de personas, con lo cual la clase media se duplicó. El mismo estudio del organismo internacional sostiene que en la Argentina, el 43% son individuos de clase media, el 3% pertenece a la clase alta y el resto son vulnerables o indigentes. Los opositores prefieren mirar el vaso medio vacío: recalcan que según ese informe el 51% de los argentinos es pobre.
Pero sobran datos de las cámaras empresarias que dan cuenta de la mejora en el consumo popular. La demanda de energía y la venta de alimentos en supermercados pegaron un salto importante de entonces a hoy. Y para los escépticos están además las callecitas de Buenos Aires, Rosario o Córdoba, taponadas con automóviles de modelos recientes. Los opositores también cuestionan la cifra de 5 millones de puestos de trabajo nuevos que blande el kirchnerismo, pero no hay duda de que el empleo aumentó. De aquel 23% de desempleo a algo más del 7% hay un mundo de diferencia. Para los descreídos existe un buen ejercicio: averiguar con qué cantidad de pasajeros ingresaban los trenes a la Capital Federal antes de 2001 y cuánto entran ahora. Por supuesto que para quienes sólo observan la mitad vacía del vaso, servirá para constatar lo mal que se viaja desde el Conurbano. Pero esa misma situación puede servir para verificar la explosión en la oferta de empleo.
Con todo, las comparaciones se van poniendo viejas. La economía argentina sufrió el año que termina el impacto de la crisis internacional, contagiada a través del comercio exterior y de la consiguiente escasez de dólares. Los dos sectores que protagonizaron en los últimos años el espectacular despegue argentino, el automotor y la construcción, sufrieron desaceleraciones importantes. La exportación de autos se desaceleró por la menor venta de unidades a Brasil y las obras
civiles se pararon en buena medida por las restricciones en la moneda norteamericana. Los trabajadores de la construcción acusan rápidamente en sus hogares los efectos de la merma de nuevas obras. En el caso de Bariloche –donde se produjeron los primeros desmanes–, a los desempleados de este sector se sumaron los despedidos de la actividad hotelera, que tuvo una temporada invernal todavía signada por el efecto de las cenizas del volcán Puyehue.
Pero más allá de los efectos deletéreos de la crisis internacional y de situaciones puntuales, lo cierto es que el modelo kirchnerista choca con el límite de no lograr imponer una matriz de mejor distribución de la riqueza. Por el contrario, el crecimiento reproduce desigualdades, pese a los esfuerzos oficiales a favor de aumentar salarios mediante el sostenimiento de las paritarias y las jubilaciones por la vía de la actualización semestral. El permanente estímulo a la demanda agregada que realiza el gobierno, no es suficiente para perforar los bolsones de exclusión. La prosperidad no le llega a todos y cuando la crisis internacional golpea, los primeros en caer son obviamente los sectores más vulnerables.
Está claro entonces que la tarea para el año nuevo, un año electoral, es ni más ni menos que imaginar transformaciones para que el crecimiento lo disfruten todos. Porque sobre esa situación de desigualdad se montan provocadores y delincuentes para llevar agua para sus molinos. Pero acusar sólo a los organizadores sin atender las razones profundas –es decir, la pobreza– es hacer lo de aquel hombre que encontró a su mujer infiel haciendo el amor con otro en un sofá. Y para terminar con el problema no se le ocurrió otra cosa que quemar el sofá.
Por Alberto Dearriba
No hay comentarios:
Publicar un comentario