Hay miles de historias de las víctimas del terrorismo de Estado. Día tras día surge alguna sea a través del desenterramiento de restos oscuramente olvidados y ahora devueltos a su identidad por antropólogos, sea a través de un relato conmovedor de un hijo de desaparecidos que recupera con dolor su código genético y su árbol genealógico. Las madres y Abuelas no han cesado su lucha ni su búsqueda. Y no hay genocida viejo ni enfermo ni lastimero que no sienta sobre si la inminencia del tribunal o la condena. El otro día Pedro Sandoval-uno de los más de cien nietos recobrados- contó públicamente a la sociedad cuánto le costó liberarse de la atadura de sus apropiadores a quienes hasta ayudaba a falsear las pruebas de sus prendas personales para que la Justicia no pudiera obtener el ADN. Recién hace poco puede decirse y decir que él fue un “bebé robado”. Robado. Verbo brutalmente exacto y más justo y menos jurídico que decir apropiado. Me acaba de llegar un mensaje de Oscar Fernández Real, periodista jubilado de largo ejercicio en grandes medios. Es escritor y en su juventud ha recorrido el país intensamente, tanto como ha navegado por sus mares y ríos. Cada tanto nos reencontramos. El mensaje de Fernández Real cuenta lo siguiente: “Querido Orlando: Uno a veces escucha de manera fría algunos relatos sobre situaciones espantosas. Pero la realidad te hace estremecer. El otro día mi hijo Martín pasó por mi casa con un amigo de su edad, un gordito de melena larga que le cubría hasta las orejas. Esto tiene su importancia, porque luego mi hijo me preguntó si había anotado que le faltaba el lóbulo inferior de una de ellas. Y me contó que este muchacho había nacido en la ESMA y que su madre, ante la posibilidad de que se lo arrebataran, le dio un mordisco en su orejita, para poder identificarlo algún día. Ella y el marido luego fueron desaparecidos. Pero el bebé fue a parar a la Casa Cuna, y de allí tiempo después lo recuperaron sus abuelos que lo andaban buscando. Ellos sabían del mordisco en la oreja; de aquel lóbulo ausente y de aquel desesperado acto de su joven madre. Y gracias eso identificaron a su nieto. El caso de este chico fue uno de los primeros reconocidos y hasta Magdalena Ruiz Guiñazú hace tiempo le hizo un reportaje frente a la ESMA. Yo lo conocía solo como a un amigo más de mis hijos; me daba curiosidad su manera de esconder las orejas tan obsesivamente. Pero ahora al saber su historia (que él no me la contó) quedé fuertemente emocionado”. Releí varias veces el mensaje de Fernández Real. Y quiero que se conozca. Esta es una carta sobre otra carta. Es tan prudente en el lenguaje que puso mordisco en lugar de mordedura que suena más cruel. Gracias colega por contarnos acerca de este gesto desesperado ocurrido hace más de tres décadas en las mazmorras. Es la pequeña historia de una madre lastimando la oreja de su hijo, para salvarlo de no ser.
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