Llegamos a Buenos Aires a fines del caluroso enero de 1977. Gracias a la solidaridad de los maestros bonaerenses, nos alojamos en un hotel del Suteba que estaba ubicado en la esquina de avenida Caseros y Bolívar. Había conocido a esa gente por mi amistad con Isauro Arancibia, el más grande dirigente de los maestros tucumanos y uno de los mayores gremialistas de Tucumán, que había sido asesinado el 24 de marzo de 1976, a minutos de lanzado el golpe de Estado.
El hotel era una vieja casona que, según decían, había sido la residencia de la familia Canale, los de las galletitas. De su esplendor quedaban muy pocos vestigios. Era, entonces, un caserón en mal estado, con sólo un baño en cada piso, que debíamos compartir todos los pasajeros. Para nosotros, con un hijo de apenas un año, se nos hacía difícil vivir allí, pero no teníamos recursos para otra cosa. En un viejo calentador Bram Metal mi mujer se las ingeniaba para cocinar, apuntando hacia la ventana que daba a la calle Bolívar, a espaldas de los administradores, porque eso estaba prohibido. Lo hacíamos, sin embargo, a pesar de la culpa que sentíamos.
Desde el primer día encaré la tarea de buscar trabajo. No tenía casi contactos en la gran ciudad. Sin embargo, había tucumanos que tenían cargos importantes en el diario Clarín y hacía allí fui. Me presenté en portería y pregunté por el Colorado Ricardo Kirschbaum, quien me recibió en la redacción. Mi impresión fue que no le causó gracia que yo me apareciera por allí, pero de todas maneras me alegró que me atendiera. Le expliqué mi difícil situación y se atajó diciéndome que no tenía posibilidades de conseguirme un puesto en la redacción. Le aclaré que no pretendía un laburo como periodista y que estaba dispuesto a cualquier cosa, hasta limpiar los baños si fuera necesario, con tal de tener un salario para mantener a mi familia. Me reiteró que él no podía hacer nada. De todas maneras, le pregunté si me hacía el favor de gestionarme una entrevista con Joaquín Morales Solá, que era la segunda autoridad de la redacción. Se levantó, fue hasta una puerta que estaba al fondo, a la izquierda de la redacción y entró. Demoró poco, apenas un par de minutos y regresó con un papel que me entregó, diciéndome que era el teléfono particular de Morales Solá, que lo llamara al día siguiente antes del mediodía. Y me fui.
En el hotel mi mujer no se sorprendió que el Colorado me hubiera echado flit, como decíamos en esa época. Y fue pesimista respecto de la llamada que haría a Morales Solá. A pesar de no tener muchas esperanzas, al día siguiente, poco antes del mediodía lo llamé. Me saludó con frialdad, pero me citó para una reunión esa misma tarde, a las cinco, en el bar Florida Garden. Tuve que preguntarle dónde era, porque ni lo había escuchado nombrar. Florida y Paraguay, me dijo.
Cuando llegó el momento me bañé, me puse el único traje que tenía, una linda camisa celeste que había comprado en Casa Muñoz y una corbata que hacía juego. Estuve sentado en una mesa del Florida Garden durante más de una hora. El lugar me pareció extraño. Había una fauna muy rara y, por vicios de militancia, deduje que había servis a granel. Pero esperé y a cada rato me tranquilizaba a mí mismo relativizando la demora que finalmente fue faltazo. Pagué el café que consumí y me fui.
Esa noche casi no dormí. Tenía bronca e impotencia. Las imágenes se sucedían acentuando el sabor amargo, la humillación del hombre al que no le gusta pedir, que debe pasar inadvertido y necesita desesperadamente trabajar, en lo que sea, para mantener a su familia. Qué tiempos duros, por favor… Pero había que seguir.
A media mañana salí a buscar un teléfono y desde un bar que estaba sobre Caseros, casi llegando al Museo Histórico Nacional, llamé a Morales Solá. Se mostró sorprendido al principio, pero después justificó su ausencia por una reunión en no sé qué ministerio que se había prolongado más de lo previsto. Volvió a citarme a la misma hora en el mismo lugar.
Apenas le conté a mi mujer lo charlado con Morales Solá, me disparó sin dudar: “no vayás, ese te va a entregar”. Discutimos, pero le demostré que no tenía fundamentos para semejante sospecha. Esa tarde llegué a la esquina de Florida y Paraguay un par de minutos antes de las cinco. Eché un vistazo al interior del bar, comprobé que el hombre no había llegado y salí a la calle. Caminé unos metros por Florida y me quedé bajo un portal desde el que podía ver la entrada y salida de los parroquianos del Florida Garden. Me reprochaba a cada instante que la advertencia de mi mujer hubiera impactado tanto como para hacerme dudar e impedido quedarme sentado en una mesa y tomado un café. Así fueron pasando los minutos y a las cinco y media de la tarde de ese caluroso febrero de 1977 ocurrió algo que por años quedó grabado en mi memoria. Varios autos particulares, todos Ford Falcon, llegaron a la esquina y de ellos bajaron una decena de personajes muy típicos del momento. Estaban de civil pero todos sabíamos que eran policías, como diría años después Rubén Blades en su inolvidable Pedro Navaja. Efectivamente, entraron al Florida Garden. Algunos ocuparon lugares estratégicos, mientras otros recorrían las mesas pidiendo documentos de identidad a los presentes. Todo no duró más de cinco o diez minutos. Como llegaron, salieron, subieron a sus autos y se fueron. Después de ellos yo también me fui. Desde ese día siempre le dije a mi mujer que le debía la vida por su advertencia.
Unos días después conseguí trabajo, gracias a la solidaridad de un par de amigos maravillosos, Pancho Martini y Mario Monteverde. Entré a trabajar en la madrugada de Radio Rivadavia y desde allí hice una carrera sencilla pero satisfactoria. Trabajé en media docena de medios de Buenos Aires y me fue bien, regular y mal, como son las cosas de la vida. Tuve actuación pública, milité en el gremio de prensa y cuando llegó la democracia en 1983 fui designado director de Radio Excelsior.
En los años que llevo vividos en Buenos Aires, nunca me llamó Morales Solá para pedirme disculpas, ni para justificar porqué no llegó a esa cita.
Fuente: Miradas al Sur
El hotel era una vieja casona que, según decían, había sido la residencia de la familia Canale, los de las galletitas. De su esplendor quedaban muy pocos vestigios. Era, entonces, un caserón en mal estado, con sólo un baño en cada piso, que debíamos compartir todos los pasajeros. Para nosotros, con un hijo de apenas un año, se nos hacía difícil vivir allí, pero no teníamos recursos para otra cosa. En un viejo calentador Bram Metal mi mujer se las ingeniaba para cocinar, apuntando hacia la ventana que daba a la calle Bolívar, a espaldas de los administradores, porque eso estaba prohibido. Lo hacíamos, sin embargo, a pesar de la culpa que sentíamos.
Desde el primer día encaré la tarea de buscar trabajo. No tenía casi contactos en la gran ciudad. Sin embargo, había tucumanos que tenían cargos importantes en el diario Clarín y hacía allí fui. Me presenté en portería y pregunté por el Colorado Ricardo Kirschbaum, quien me recibió en la redacción. Mi impresión fue que no le causó gracia que yo me apareciera por allí, pero de todas maneras me alegró que me atendiera. Le expliqué mi difícil situación y se atajó diciéndome que no tenía posibilidades de conseguirme un puesto en la redacción. Le aclaré que no pretendía un laburo como periodista y que estaba dispuesto a cualquier cosa, hasta limpiar los baños si fuera necesario, con tal de tener un salario para mantener a mi familia. Me reiteró que él no podía hacer nada. De todas maneras, le pregunté si me hacía el favor de gestionarme una entrevista con Joaquín Morales Solá, que era la segunda autoridad de la redacción. Se levantó, fue hasta una puerta que estaba al fondo, a la izquierda de la redacción y entró. Demoró poco, apenas un par de minutos y regresó con un papel que me entregó, diciéndome que era el teléfono particular de Morales Solá, que lo llamara al día siguiente antes del mediodía. Y me fui.
En el hotel mi mujer no se sorprendió que el Colorado me hubiera echado flit, como decíamos en esa época. Y fue pesimista respecto de la llamada que haría a Morales Solá. A pesar de no tener muchas esperanzas, al día siguiente, poco antes del mediodía lo llamé. Me saludó con frialdad, pero me citó para una reunión esa misma tarde, a las cinco, en el bar Florida Garden. Tuve que preguntarle dónde era, porque ni lo había escuchado nombrar. Florida y Paraguay, me dijo.
Cuando llegó el momento me bañé, me puse el único traje que tenía, una linda camisa celeste que había comprado en Casa Muñoz y una corbata que hacía juego. Estuve sentado en una mesa del Florida Garden durante más de una hora. El lugar me pareció extraño. Había una fauna muy rara y, por vicios de militancia, deduje que había servis a granel. Pero esperé y a cada rato me tranquilizaba a mí mismo relativizando la demora que finalmente fue faltazo. Pagué el café que consumí y me fui.
Esa noche casi no dormí. Tenía bronca e impotencia. Las imágenes se sucedían acentuando el sabor amargo, la humillación del hombre al que no le gusta pedir, que debe pasar inadvertido y necesita desesperadamente trabajar, en lo que sea, para mantener a su familia. Qué tiempos duros, por favor… Pero había que seguir.
A media mañana salí a buscar un teléfono y desde un bar que estaba sobre Caseros, casi llegando al Museo Histórico Nacional, llamé a Morales Solá. Se mostró sorprendido al principio, pero después justificó su ausencia por una reunión en no sé qué ministerio que se había prolongado más de lo previsto. Volvió a citarme a la misma hora en el mismo lugar.
Apenas le conté a mi mujer lo charlado con Morales Solá, me disparó sin dudar: “no vayás, ese te va a entregar”. Discutimos, pero le demostré que no tenía fundamentos para semejante sospecha. Esa tarde llegué a la esquina de Florida y Paraguay un par de minutos antes de las cinco. Eché un vistazo al interior del bar, comprobé que el hombre no había llegado y salí a la calle. Caminé unos metros por Florida y me quedé bajo un portal desde el que podía ver la entrada y salida de los parroquianos del Florida Garden. Me reprochaba a cada instante que la advertencia de mi mujer hubiera impactado tanto como para hacerme dudar e impedido quedarme sentado en una mesa y tomado un café. Así fueron pasando los minutos y a las cinco y media de la tarde de ese caluroso febrero de 1977 ocurrió algo que por años quedó grabado en mi memoria. Varios autos particulares, todos Ford Falcon, llegaron a la esquina y de ellos bajaron una decena de personajes muy típicos del momento. Estaban de civil pero todos sabíamos que eran policías, como diría años después Rubén Blades en su inolvidable Pedro Navaja. Efectivamente, entraron al Florida Garden. Algunos ocuparon lugares estratégicos, mientras otros recorrían las mesas pidiendo documentos de identidad a los presentes. Todo no duró más de cinco o diez minutos. Como llegaron, salieron, subieron a sus autos y se fueron. Después de ellos yo también me fui. Desde ese día siempre le dije a mi mujer que le debía la vida por su advertencia.
Unos días después conseguí trabajo, gracias a la solidaridad de un par de amigos maravillosos, Pancho Martini y Mario Monteverde. Entré a trabajar en la madrugada de Radio Rivadavia y desde allí hice una carrera sencilla pero satisfactoria. Trabajé en media docena de medios de Buenos Aires y me fue bien, regular y mal, como son las cosas de la vida. Tuve actuación pública, milité en el gremio de prensa y cuando llegó la democracia en 1983 fui designado director de Radio Excelsior.
En los años que llevo vividos en Buenos Aires, nunca me llamó Morales Solá para pedirme disculpas, ni para justificar porqué no llegó a esa cita.
Fuente: Miradas al Sur
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