El último que usó la frase fue el federado agrario Eduardo Buzzi para explicar su performance 2008 con la Sociedad Rural y afines: dijo que habían estado unidos por el espanto. Ya es un cliché argentino. El espanto como motor de uniones precarias, coyunturales, cuya razón de ser es un enemigo a derrotar pero no una idea en común. El espanto que a su vez habilita a los miembros de esa unidad a no quererse, a traicionarse. A inscribirse, además, en una dimensión de lo humano en la que prolifera la sospecha hacia el otro, aún hacia el compañero. Es que no hay compañeros. Ahí hay socios, cómplices, jugadores.
“No nos une el amor sino el espanto” es acaso el verso de Borges más trajinado, uno de los que han captado una esencia argentina. Explica un tipo de atracción política y social basado en el desprecio y la revulsión. Una atracción que no obedece al deseo sino al miedo, y escenifica un falso amor, ya que ante el espanto lo que hay es lógica defensiva, y el amor de lo que habla es de entrega.
¿Qué espanta a los espantados? ¿Qué perturba a los perturbados, ahora que hay diputadas que alegan “perturbación” para justificar las zonzeras que denunciaron para obturar el tratamiento del Presupuesto? Están espantados, se les nota. Y perturbados, qué duda cabe. Hasta surgió un coro inesperado de defensores de la honra de Barrionuevo.
Mirtha Legrand le pide a la Presidenta que haga callar a Federico Luppi. Nadie titula al día siguiente “Mirtha Legrand pide que censuren a Luppi”, porque en trescientos medios de comunicación a ningún periodista se le ocurre que lo que pide Mirtha Legrand es censura. Y pide censura porque no tolera que la critiquen, pero sí se sostiene firme en su libertad de expresar al día siguiente de la muerte de Néstor Kirchner que “la gente” sospechaba que el cajón era demasiado corto. No cree ni piensa ni intuye que eso que dice ofende y hiere a millones de compatriotas. Mirtha Legrand no tiene compatriotas, tiene público. Un público que ella supone que encarna “lo popular”, confundiendo lo popular con su propia fama, con lo que le ha dado a ella durante los últimos cuarenta años su popularidad. Hay un malentendido de base entre toda esa gente y ese enorme “no-sotros” que se despierta en otro lado.
Se está escuchando hablar mucho de amor y de patria. Hay un nuevo vocabulario en los discursos, los blogs, los mails, las charlas. El nuevo repertorio de palabras llega para designar lo que antes estaba ausente. Amor y patria, sin embargo, son dos palabras con muchas impugnaciones de diferente tipo.
El amor en política aparece, en el discurso del espanto, como un toque bobalicón, pueril o kitsch, como el que evocan Cynthia Hotton o su maestro Luis Palau. Se desprende de una retórica hueca o de slogans ligados al Día de la Madre o San Valentín. Su acelerada resignificación es uno de los fenómenos que nadie analiza.
La primera vez que me llamó la atención esa palabra fue en 2008, cuando la dijo en el acto de Plaza de Mayo Néstor Kirchner, en plena y furiosa embestida agromediática. Habló de “la plaza del amor”, el mismo día que abrazó a su esposa y le dijo al oído “te amo mucho”. Ese día volví a mi casa y en el gmail vi que una amiga mía, simpatizante de la izquierda de Solanas, había titulado su perfil “la plaza del amor”. Era lo mismo, pero estaba cargado de sorna, de burla. No era nada grave, sólo marcaba un matiz y una primera pregunta que me hice en relación a poner el amor en la escena política como elemento completamente nuevo. Porque incluso yo experimentaba cierta resistencia a esa palabra, igual que a “patria”. Hubo que descartar viejos pudores y hablar desde otro lugar de sí para abrirles paso a esas palabras, que son las que acompañaron a la otra gran palabra sostenedora de un discurso: proyecto.
Los reparos a la palabra “patria” vienen de otras asociaciones fallidas, las que provienen del nacionalismo de izquierda o de derecha, que siempre incluye rasgos autoritarios. Fue en defensa de “la patria” que siempre se justificó todo. La patria como un ente abstracto irreprochable pero impreciso, vacío de humanidades, yermo. Para defender a esa patria se mandaron soldados a morir en las islas y antes, para proteger a la patria de “elementos foráneos”, asesinaron a los 30.000. Y en todo lo que siguió, hubo centenares de funcionarios de los distintos poderes democráticos que juraron en vano por la patria, para ser demandados en caso de no cumplirle.
Mariana Moyano siempre dice que empezó a notar “algo raro” cuando después de la aprobación de la ley de medios, en esa madrugada en el Congreso, cientos de pibes empezaron a hacer un pogo mientras cantaban el Himno Nacional. Y probablemente, lo que sea que fuere que se ha estado gestando, se gestó en esas microgestas colectivas a las que nunca antes ni los jóvenes ni nadie pudieron acceder, porque nunca hubo en juego tantas cosas como hoy.
Lo que hoy deriva en militancia de diferentes tipos, primero fue el contacto. La red. El vaso comunicante. El cerco mediático, que ya operaba cuando Néstor habló en esa “plaza del amor”, forzó a bus-
car modos alternativos de comunicación. La lectura opositora y mediática sobre el kirchnerismo como un fenómeno clientelar, de gente “adicta” o “paga”, la subestimación y los ataques que esos sectores siguen recibiendo diariamente del establishment, refuerza lazos, los hace intensos, emocionales, públicos y privados. Esta escena política, con esa oposición obstinada en no aceptar un real debate de modelos y en obstruir el modelo que se eligió en 2007, es totalmente sinérgica: todo hace prever más participación, aunque la oposición y los grandes medios no terminen de comprender exactamente en qué están participando millones de ciudadanos.
Se diría que es una oportunidad histórica, amasada con un tipo de amor que se sale de uno, y que su inspiración es una patria grande en todos los sentidos. Y si una línea pudiera resumir sus profundas razones, sería la de Jauretche: “Los pueblos deprimidos no vencen”.
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