Por Roberto Caballero
Dame tu corona Cristo, dámela que yo sangro. Dame tu cruz, 100
cruces que yo las llevo, pero dame vida porque todavía me quedan cosas
por hacer por este pueblo, por esta patria. No me lleves todavía".
Hugo Chávez, abril de 2012
“Hubo días de sol y ligera brisa, pero también otros en los que las aguas bajaban agitadas, el viento soplaba en contra, y Dios parecía dormido”.
Joseph Ratzinger, Papa emérito
Con la caída del Muro de Berlín, muchas palabras cayeron en desuso. Hablar de socialismo parecía una locura. La historia había terminado, según Fukuyama; y Boris Yeltsin llegaba a la portada de la revista Newsweek, como símbolo de un mundo que ya no era, donde el capitalismo era el vencedor y los pueblos debían acostumbrarse a una dualidad donde los ricos serían cada vez más ricos y los pobres, pobres para siempre. Quedaba Cuba, una foto sepia del ayer prometedor, tratando de resolver sus problemas del “período especial”, donde el viejo sueño de igualitarismo social, última trinchera de la Patria Grande latinoamericana, de Bolívar al Che, de San Martín a Sandino, de Artigas a Martí, de Getulio Vargas a Perón, agonizaba en un malecón donde abuelas, madres e hijas debían elegir entre la convicción emancipatoria martiana y las humanas ganas de comer. El Consenso de Washington venía supuestamente a eternizar un paisaje de vencedores y derrotados, con el neoliberalismo como Biblia, sin posibilidad de revisión. En ese desierto de ideas y pasiones, con el futuro presuntamente clausurado, surgió un líder en Venezuela, que montado en la exuberancia ardorosa del Trópico, volvió a revivir viejas palabras, sin las cuales era imposible pensar en el futuro. Ese fue Hugo Chávez Frías, el resucitador.
El primero en alzar su voz contra el neoliberalismo. El primero en llevar adelante las conclusiones del Foro de San Pablo, refugio conceptual de la izquierda latinomericana tras el vendaval. El primero en resucitar a Bolívar. El primero en resucitar la palabra Revolución. El primero en resucitar la unidad latinoamericana. No estuvo solo, claro: Chávez fue el líder de un pueblo, el venezolano, el de Alí Primera, el de Cecilia Todd, que salió a las calles a sepultar la partidocracia liberal y a poner en jaque las certezas del orden conservador.
Hugo Chávez Frías desafió los límites de lo posible en una época donde el posibilismo era casi un dogma. Resucitó las palabras muertas. Las impregnó de un hálito de vida. Las hizo andar como Cristo a Lázaro. Después llegaron Kirchner, y Lula, y Pepe Mujica, y Bachelet, y Evo Morales, y Correa, y el Farabundo Martí en El Salvador, y el Frente Sandinista en Nicaragua, y la nueva Cuba que él apoyó con petróleo y más que eso. Chávez hizo posible lo que parecía imposible: pensar la Patria Grande, la unidad regional, el unidos o dominados, puso en valor la historia de un continente que nació para ser libre, peleando contra el coloniaje.
La Unasur, la Celac, el Mercosur renovado, nada de todo eso hubiera tenido el impulso que tuvo en todos estos años, sin la energía bolivariana de Chávez, desafiando a Bush, al ALCA y al orden económico internacional de la derecha. Recordaba siempre que Néstor Kirchner, su socio ideal, era un conspirador nato, se divertía contando como juntos habían madrugado al presidente de los Estados Unidos en Mar del Plata, hundiendo su tratado de libre comercio. El amor por la América morena, por la movilidad social ascendente, su redescubrimiento del peronismo, sus apelaciones a Marx y a Cristo, su amor por Fidel, todo eso que parecía inconexo, quedaba enhebrado por su discurso, el de las palabras resucitadas para un gran sueño: el de la liberación por la que pelearon nuestros próceres fundamentales.
Pero hablar de Hugo Chávez sin mencionar la mano generosa que nos tendió cuando nuestro país cuando no tenía dónde caerse muerto, sería obviar un capítulo fundamental de estos 14 años intensos que lo tuvieron como protagonista de la escena continental. Vendrán nuevas generaciones de argentinos, lo más quizá sin saber que estarán viviendo mejor que sus antepasados, pero de ahora en adelante será una obligación recordar que luego de la crisis de 2001 fue el pueblo de Venezuela el que compró nuestros bonos, prestó ayuda energética para salir de la catástrofe y apoyó el reclamo por Malvinas, sólo pidiendo a cambio que nos sumáramos a una epopeya de integración regional que hoy parece más sólida que nunca. La muerte de Chávez es una herida fulminante, que llevará un tiempo largo en cicatrizar. Pero el proceso que abrió sigue impresionantemente vivo en cada pibe latinoamericano que pudo incorporar a su dieta la leche, la proteína animal y terminó la escuela en la última década.
Esos pibes, hace diez años, se morían. Hoy pueden pensar en el futuro.
Y en ese futuro, seguro, hablarán de Hugo Chávez como un prócer.
O como el resucitador de las palabras indispensables que permitieron volver a creer en una América libre que paso a paso, morosa y amorosamente, despierta de un letargo de siglos.
“Hubo días de sol y ligera brisa, pero también otros en los que las aguas bajaban agitadas, el viento soplaba en contra, y Dios parecía dormido”.
Joseph Ratzinger, Papa emérito
Con la caída del Muro de Berlín, muchas palabras cayeron en desuso. Hablar de socialismo parecía una locura. La historia había terminado, según Fukuyama; y Boris Yeltsin llegaba a la portada de la revista Newsweek, como símbolo de un mundo que ya no era, donde el capitalismo era el vencedor y los pueblos debían acostumbrarse a una dualidad donde los ricos serían cada vez más ricos y los pobres, pobres para siempre. Quedaba Cuba, una foto sepia del ayer prometedor, tratando de resolver sus problemas del “período especial”, donde el viejo sueño de igualitarismo social, última trinchera de la Patria Grande latinoamericana, de Bolívar al Che, de San Martín a Sandino, de Artigas a Martí, de Getulio Vargas a Perón, agonizaba en un malecón donde abuelas, madres e hijas debían elegir entre la convicción emancipatoria martiana y las humanas ganas de comer. El Consenso de Washington venía supuestamente a eternizar un paisaje de vencedores y derrotados, con el neoliberalismo como Biblia, sin posibilidad de revisión. En ese desierto de ideas y pasiones, con el futuro presuntamente clausurado, surgió un líder en Venezuela, que montado en la exuberancia ardorosa del Trópico, volvió a revivir viejas palabras, sin las cuales era imposible pensar en el futuro. Ese fue Hugo Chávez Frías, el resucitador.
El primero en alzar su voz contra el neoliberalismo. El primero en llevar adelante las conclusiones del Foro de San Pablo, refugio conceptual de la izquierda latinomericana tras el vendaval. El primero en resucitar a Bolívar. El primero en resucitar la palabra Revolución. El primero en resucitar la unidad latinoamericana. No estuvo solo, claro: Chávez fue el líder de un pueblo, el venezolano, el de Alí Primera, el de Cecilia Todd, que salió a las calles a sepultar la partidocracia liberal y a poner en jaque las certezas del orden conservador.
Hugo Chávez Frías desafió los límites de lo posible en una época donde el posibilismo era casi un dogma. Resucitó las palabras muertas. Las impregnó de un hálito de vida. Las hizo andar como Cristo a Lázaro. Después llegaron Kirchner, y Lula, y Pepe Mujica, y Bachelet, y Evo Morales, y Correa, y el Farabundo Martí en El Salvador, y el Frente Sandinista en Nicaragua, y la nueva Cuba que él apoyó con petróleo y más que eso. Chávez hizo posible lo que parecía imposible: pensar la Patria Grande, la unidad regional, el unidos o dominados, puso en valor la historia de un continente que nació para ser libre, peleando contra el coloniaje.
La Unasur, la Celac, el Mercosur renovado, nada de todo eso hubiera tenido el impulso que tuvo en todos estos años, sin la energía bolivariana de Chávez, desafiando a Bush, al ALCA y al orden económico internacional de la derecha. Recordaba siempre que Néstor Kirchner, su socio ideal, era un conspirador nato, se divertía contando como juntos habían madrugado al presidente de los Estados Unidos en Mar del Plata, hundiendo su tratado de libre comercio. El amor por la América morena, por la movilidad social ascendente, su redescubrimiento del peronismo, sus apelaciones a Marx y a Cristo, su amor por Fidel, todo eso que parecía inconexo, quedaba enhebrado por su discurso, el de las palabras resucitadas para un gran sueño: el de la liberación por la que pelearon nuestros próceres fundamentales.
Pero hablar de Hugo Chávez sin mencionar la mano generosa que nos tendió cuando nuestro país cuando no tenía dónde caerse muerto, sería obviar un capítulo fundamental de estos 14 años intensos que lo tuvieron como protagonista de la escena continental. Vendrán nuevas generaciones de argentinos, lo más quizá sin saber que estarán viviendo mejor que sus antepasados, pero de ahora en adelante será una obligación recordar que luego de la crisis de 2001 fue el pueblo de Venezuela el que compró nuestros bonos, prestó ayuda energética para salir de la catástrofe y apoyó el reclamo por Malvinas, sólo pidiendo a cambio que nos sumáramos a una epopeya de integración regional que hoy parece más sólida que nunca. La muerte de Chávez es una herida fulminante, que llevará un tiempo largo en cicatrizar. Pero el proceso que abrió sigue impresionantemente vivo en cada pibe latinoamericano que pudo incorporar a su dieta la leche, la proteína animal y terminó la escuela en la última década.
Esos pibes, hace diez años, se morían. Hoy pueden pensar en el futuro.
Y en ese futuro, seguro, hablarán de Hugo Chávez como un prócer.
O como el resucitador de las palabras indispensables que permitieron volver a creer en una América libre que paso a paso, morosa y amorosamente, despierta de un letargo de siglos.
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