Escrito por Miguel Landro
En el barrio juntábamos muebles, ramas y cajones y hacíamos la fogata de San Pedro y San Pablo.
Gentileza de
Miguel Eduardo Landro Lamoureux emelandro@gmail.com
En el barrio juntábamos muebles viejos, ramas de los árboles y cajones y hacíamos una fogata de San Pedro y San Pablo.
En el barrio juntábamos muebles viejos, ramas de los árboles y cajones y hacíamos una fogata de San Pedro y San Pablo.
Apóstol de Jesucristo y principal propagador del
Cristianismo, que tuvo una participación decisiva en la expansión de la Iglesia, desde el momento
de su conversión.
Saulo, el futuro San Pablo, nacido en Tarso de Cilicia,
hacia el año 8 de la Era
Cristiana, pertenecía a una familia judía de la diáspora o
dispersión y, como tal, estaba sólidamente formado en la Ley judaica.
Pronto pasó Saulo a Jerusalén, a completar su educación
rabínica, y su maestro fue el más autorizado rabino de entonces, Gamaliel el
Viejo.
Su gran talento le afianzó rápidamente en los principios de
la Ley antigua,
que cita constantemente de memoria y con gran exactitud.
Su carácter impetuoso le lanza a un fanatismo exagerado, en
legítima defensa de la Ley
y tradiciones ancestrales.
En las sinagogas de Cilicia debió de conocer la doctrina de
la nueva fe cristiana, por la predicación de San Esteban, y su celo e
impetuosidad le llevaron a unirse a los perseguidores de ello, convencido de
que defendía la causa de Dios.
«Yo perseguí de muerte —nos dice él mismo— a los
seguidores de esta nueva doctrina, aprisionando y metiendo en la cárcel a
hombres y mujeres».
Y cuando estalló el motín que costó la vida a San Esteban,
Pablo evidentemente tomó parte activa en él, ya que los verdugos dejan las
vestiduras ante sus ojos: «Y depositaron las vestiduras delante de un
mancebo llamado Saulo», leemos en los «Hechos de los Apóstoles».
Por aquel tiempo se había ya constituido en Damasco un
grupo importante de la nueva comunidad cristiana, del que pronto tuvo noticia
Pablo, que contaba por entonces unos veintiséis años de edad.
Con su afán de exterminio pidió al príncipe de los
sacerdotes unas cartas de presentación para Damasco, a fin de apresar a los
adeptos de la nueva fe.
Mas todo había de suceder de muy distinta manera...
Obtenidas las cartas, Pablo y sus compañeros se acercaban
va a Damasco, cuando de pronto una luz del cielo les envolvió en su resplandor.
Pablo vio entonces a Jesús.
A su vista cayó en tierra y ovó una voz que le decía: «Saulo,
Saulo, ¿Por qué me persigues?».
Atemorizado y sin reconocerlo, Pablo preguntó: «¿Quién
eres Tú, Señor?».
Y el Señor le dijo: «Yo soy Jesús, a quien tú
persigues; dura cosa es para ti el dar coces contra el aguijón».
Saulo, entonces, temblando, teniendo ante sí la sangre de
Esteban y todas sus persecuciones, otra vez preguntó: «Señor, ¿qué
quieres que haga?».
Y le respondió Jesús: «Levántate y entra en la
ciudad, donde se te dirá lo que debes hacer».
Los compañeros de Pablo estaban asombrados.
Oían, pero sin ver a nadie; y como al levantarse Pablo
estaba ciego, le cogieron de la mano y le condujeron a la ciudad, donde permaneció
tres días atacado por la ceguera y sin comer ni beber nada.
Recobrada milagrosamente la vista, se retiró a la Arabia por un tiempo, y
allí, antes de volver a Damasco, permaneció entregado a la oración y en trato
íntimo con el Señor.
Regresó luego a la ciudad, entrando de lleno en su función de apóstol y en su gran labor evangelizadora.
Regresó luego a la ciudad, entrando de lleno en su función de apóstol y en su gran labor evangelizadora.
Cuando empezó a predicar, directamente y sin rodeos, la
doctrina de Jesús, y a proclamar que Jesucristo es el verdadero Dios y el
Mesías prometido, los judíos de Damasco decidieron perderle y lograron del
etnarca del rey Aretas que pusiese guardias a las puertas de la ciudad para que
no pudiera escapar, mientras le perseguían dentro.
«En vista de lo cual, los discípulos,
tomándole una noche, le descolgaron por un muro, metido en un serón”. (Libro de los «Hechos».)
Desde entonces su vida apostólica es una cadena de
persecuciones, de grandes dificultades; pero, al mismo tiempo, de grandes
triunfos para la causa cristiana.
Pablo trabajó con ahínco, primero como subordinado, junto a
los demás propagadores.
Pronto sus grandes cualidades de organizador, su talento, su energía y férrea voluntad; su gran capacidad, en fin, para el apostolado y su extenso conocimiento de la Ley, junto a su cultura helenista, así como su habilidad para comunicar a otros su pensamiento, le destacarán entre todos.
Pronto sus grandes cualidades de organizador, su talento, su energía y férrea voluntad; su gran capacidad, en fin, para el apostolado y su extenso conocimiento de la Ley, junto a su cultura helenista, así como su habilidad para comunicar a otros su pensamiento, le destacarán entre todos.
A esto hay que añadir el impulso interior que empujaba a
aquel carácter ardiente a entregarse totalmente a la conversión, no sólo de los
judíos, sino de todos los pueblos gentiles adonde pudiera llevar su
palabra.
Viajó sin descanso de una parte a otra del mundo romano,
solo o acompañado, sembrando por doquier la fecunda semilla de la fe en Cristo
Jesús.
El celo y la actividad apostólica de San Pablo no
disminuyeron con los años.
Unos veinticinco duraron sus asombrosas y eficaces
campañas. Y jamás cediendo al cansancio, siempre con renovadas energías.
Después de un quinquenio preliminar en las cercanías de
Jerusalén y Damasco, se lanza a través de Asia, por sendas desconocidas,
juntamente con su amigo San Bernabé, organizando iglesias, luchando con judíos
y gentiles...
Pocos años más tarde, visitará esas iglesias, en la que se llama su segunda misión o segundo gran viaje, entre el año 52 y el 55 de la Era Cristiana.
Pocos años más tarde, visitará esas iglesias, en la que se llama su segunda misión o segundo gran viaje, entre el año 52 y el 55 de la Era Cristiana.
En el decurso del mismo, su figura va agrandándose muy
visiblemente, su empresa se hace cada día más vasta.
Con dos o tres compañeros, o una pequeña escolta, y otras
veces solo, se interna Pablo muy adentro del inmenso imperio de los ídolos, sin
dejar de tomar contacto con colonias hebreas fanáticas y rencorosas.
Predica en las plazas, en los anfiteatros, en las
sinagogas, y mientras unos se hacen discípulos suyos, otros se amotinan, le
maldicen y le apedrean.
La persecución acrece su vigor, la contradicción exalta su
fe en la victoria.
Completada la evangelización de la Galacia, sigue hacia
Occidente y llega a Tróada.
Allí la voz del Espíritu Santo le habla por medio de un
macedonio que se le aparece en sueños y le dice: «Ven a mi país».
A los pocos días embarcaba para Filipos, el primer suelo
europeo que enrojece con su sangre.
En efecto, irritados ciertos elementos por el éxito de su
predicación —la población estaba formada en parte por una colonia de veteranos
romanos—, se lanzaron un día sobre él y le arrastraron ante el tribunal de la
ciudad, diciendo: «Este judío alborota al pueblo y propaga costumbres que no
podemos aceptar los romanos».
Pablo y sus compañeros sufrieron el tormento de la
flagelación y fueron arrojados a un oscuro calabozo.
El carcelero les oyó cantar, vio una luz que inundaba la prisión, sintió el ruido de las cadenas que caían rotas. Compasivo, trajo comida a sus presos.
El carcelero les oyó cantar, vio una luz que inundaba la prisión, sintió el ruido de las cadenas que caían rotas. Compasivo, trajo comida a sus presos.
Creyó.
Luego fue
bautizado...
Y al día
siguiente les transmitió una orden de sus jefes: «Salid y marchad en
paz».
Predica Pablo en Tesalónica,
capital de la región, centro de confluencia de ideas religiosas y de tráfico
mercantil.
Logra
conversiones importantes y deja establecida una comunidad, que pronto será
iglesia floreciente.
Como siempre, los
judaizantes soliviantan al pueblo contra él, atentan contra su vida, y se ve
obligado a fugarse.
¿A dónde irá?
Los «Hechos de
los Apóstoles» dicen enigmáticamente: «Los que le guiaban le llevaron hasta
Atenas».
En realidad, sus
guías no fueron nunca otros que los impulsos del divino Espíritu.
Empresa atrevida
la visita de Atenas, centro del saber y el arte de la época...
Su breve y famosa
estancia, son episodios asaz conocidos se le permitió que disertase en el foro
y en el Areópago o senado de los sabios.
El discurso
memorable que a éstos dirigió nos ha sido conservado por San Lucas, en los
«Hechos».
Tomando pie de la
idea del «Dios desconocido» al que había visto dedicada una ara votiva, el
Apóstol les habla del Dios único, que ha creado todas las cosas, que nos ha
redimido y que un día resucitará nuestra carne.
Al hablar de la
resurrección de los muertos, fue interrumpido por gritos, murmullos
obstructivos y carcajadas.
Muchos oyentes
abandonaron el local; otros se acercaron al orador para decirle: «Basta
por hoy; otro día nos hablarás de estas cosas».
Pero algunos
creyeron, entre ellos el que será en el Santoral cristiano «Dionisio el
Areopagita».
Al salir Pablo de
Atenas, con tristeza por los pocos adeptos conseguidos, pero con la
inquebrantable esperanza de que la siembra esparcida había de fructificar en el
futuro, encaminóse a Corinto, donde residiría más de un año y medio.
Mucho había que
trabajar en la gran ciudad del estrecho, sensual, inquieta, cosmopolita.
Sin embargo,
confiaba el Apóstol en que su frivolidad ofrecería menos resistencia a la
levadura evangélica que el orgullo de los que presumían de eruditos.
Y no se equivocó.
Buscó el medio de
ganarse el pan con el ejercicio de su oficio de constructor de tiendas.
Un fabricante le
tomó enseguida a su servicio.
Y pronto también,
alternándolo con el trabajo material, pudo desplegar su trabajo apostólico.
Dialogaba con
muchos, persuadía a no pocos.
Cada sábado
disputaba en la sinagoga.
Durante dieciocho
meses no cesó de predicar, de discutir, de bautizar...
Y había reunido
ya una iglesia numerosa, cuando, como de costumbre, se manifestó y estalló el
odio de los judíos que, no atreviéndose a darle muerte, le llevaron a los
tribunales como innovador.
El procónsul
Galión no quiso discutir sobre asuntos de doctrinas y arrojó de su presencia a
los acusadores y al acusado.
Regresa entonces
Pablo a Jerusalén.
Tenía ansias de
visitar las iglesias de Palestina, donde los judaizantes habían intrigado, sin
descanso, durante tos tres años de ese su segundo viaje.
Su misión tercera
se desarrolla entre los años 55 y 59.
El cuartel
central de su campaña es, durante más de dos años, la ciudad de Éfeso, la gran
metrópoli del Asia Menor, nudo de todas las comunicaciones orientales y
occidentales, punto estratégico de primer orden para arrojar la semilla del
Evangelio. «Una puerta grande se abre ante mí», había dicho él
mismo.
Empieza
predicando en la sinagoga.
Pero a los tres
meses rompe con los judíos.
Entonces alquila
por dos horas diarias el liceo de un profesor de Filosofía, y allí instruye a
sus oyentes predilectos.
Su apostolado se
va desplegando, en público y de casa en casa, convenciendo a los paganos,
animando a los fieles, exhortando a los judíos... Estalla también allí,
por fin, la algarada hebraico-gentílica contra el Apóstol.
La promueven los
profesionales de la magia, que tienen gran clientela en la ciudad; los
orfebres, que dejaron de vender muchos objetos religiosos, sobre todo imágenes
de la diosa Artemisa, patrona de la población; los díscolos, a los cuales
ofende la predicación moralizante del enérgico forastero... Pablo se
escapa del tumulto como puede, ayudado de algunos fieles fervorosos.
Ha dejado en
Éfeso una importante comunidad, que posteriormente será dirigida por el Apóstol
San Juan.
En el transcurso
de los dos años siguientes, encontramos a San Pablo en Macedonia, en Grecia,
especialmente en Corinto, donde permanece unos tres meses, y en Jerusalén, a
donde regresó con motivo de las fiestas de Pentecostés del año 58.
Allí los judíos
del Asia Menor, que habían acudido a dichas fiestas, se amotinaron contra él,
acusándole de predicar contra la
Ley y contra el Templo.
Gracias al título
de ciudadano romano, cuyos privilegios hizo valer, se libró de ser azotado;
luego, después de dos años de estar preso en Cesarea, logró terminar su
encarcelamiento apelando al César.
Fue trasladado a
Roma.
En la travesía
naufragó la embarcación que le llevaba.
No llegó a la
capital del imperio hasta principios del año 61.
Su proceso duró
otros dos años.
Durante este
tiempo pudo morar en una casa alquilada, recibir muchas visitas, y entregarse
por completo al ministerio de la palabra, convirtiendo a muchos gentiles.
Por fin se
pronunció sentencia absolutoria en la causa que se le seguía.
Entonces Pablo se
aleja de Roma y es tradición —robustecida por sus propios escritos en que
consigna sus planes de apostolado— que vino a España, donde permaneció una
temporada.
Vuelve después a
sufrir cautiverio en Roma, a fines del año 66, en plena persecución de Nerón.
Se le encierra
entonces en una prisión terrible, en la que se le condenó a una absoluta
inactividad e incomunicación.
Debió padecer
muchísimo al encontrarse paralizado.
Supo, no
obstante, doblegarse a la voluntad del Señor, que le tenía destinado, como a
Pedro, el Príncipe de los Apóstoles, a una muerte próxima.
Según
la tradición más admitida, los dos fueron inmolados el mismo día, en el año 67;
Pedro, crucificado cabeza abajo en la
colina del Vaticano; Pablo, decapitado en la Vía Ostiense, en la
llanura que la separa del Tíber.
La vida y la obra
de San Pablo se nos presentan con un relieve tan prodigioso, que nadie podrá
contemplarlas nunca en toda su espléndida complejidad.
«El mundo
no verá jamás otro hombre como Pablo» dijo San Juan Crisóstomo, el más ilustre de sus
admiradores.
La palabra y el
ademán de Pablo, su vigor y fulgor místicos, subyugaban de una manera
fulminante.
Y fue
incomparable la clara sutileza de su inteligencia.
Dialéctico
formidable, no disputa por puro placer, sino para lanzar las almas a Dios.
Ahí está su
sublime originalidad. «Discurre de una manera violenta, rápida, intuitiva
—ha dicho muy justamente un autor—; dramatiza sus argumentos, los deja sin
completar, arrastrado por el torbellino de las ideas, y lo mismo sus premisas
que sus conclusiones se nos presentan tumultuosamente y de improviso”.
Todo ello
comprobaremos si nos afectamos a la lectura de sus «Epístolas»: cartas dirigidas a diversas iglesias y
personalidades, en las cuales deja resueltos numerosos problemas y condensa
toda la moral cristiana; en las cuales expone una teología cuya inmensidad no
ha podido abarcar todavía ningún comentarista, una teología siempre precisa y
nunca vacilante, «que nos lleva —como se ha dicho magníficamente— de
misterio en misterio, de claridad en claridad, como reflejando en un espejo la
gloria del Señor».
Compañeros
San Pedro y San
Pablo
¡PRESENTES!
¡Ahora y Siempre!
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