El gobierno avanzaba con su innata prepotencia y sin muchas luces hacia su propio escenario de 125 al revés, cuando apareció la Corte en escena y le tendió un puente de plata con su fallo por el tarifazo del gas, antes de que todo estallara por los aires.
Propensos al ritualismo
extremo, los cortesanos –sin cuestionar en ningún momento la potestad del
Ejecutivo para ejecutar su política económica– le brindaron una clase magistral
de modales, planteándole la distancia lógica que hay entre el sexo consentido y
la violación. Es decir, entre su capacidad para fijar cuadros tarifarios y el
delito repudiable.
En otras palabras, le explicaron a Mauricio Macri y su
ministro de la Shell, Juan José Aranguren, que avanzar con el saqueo al
bolsillo ciudadano que se propusieron les exige, legal y mínimamente, llamar a
audiencias públicas. Que, además, no son vinculantes. Con algo de sensatez y
pedagogía jurídica le demostraron que las cosas pueden hacerse mal o peor, como
se venían haciendo desde el gobierno deteriorando la expectativa social,
incluso, del sector de la sociedad que lo votó.
Ninguna otra cosa rara. Fue
una derrota a la pedantería oficial. Un revés previsible al estilo caprichoso y
autoritario de Macri. Pero, bajo ningún concepto, un golpe definitivo al zarpazo
confiscatorio gubernamental, cuyo carácter es estratégico. De hecho, la
retracción de tarifas se aplica sobre red domiciliaria, apenas el 25% del
consumo, y no sobre el 75% no residencial que engloba a pymes, comercios,
industrias, clubes de barrio y universidades, que va a pagar seis veces más de
lo que pagaban en marzo.
Es verdad que los ruidazos y
los cacerolazos fueron útiles. Muy probablemente, de no haber existido la
protesta masiva que se extendió a lo largo y lo ancho del país, la Corte habría
dicho algo distinto o no habría hecho nada. Porque la neutralidad no existe en
el mundo del derecho, a pesar de lo que digan los que viven de él y sus
imposturas.
El contexto en el que se
inscribe el fallo está dominado por esa protesta ciudadana y los números de las
encuestas –la de Poliarquía, por ejemplo, que detectó que Macri cayó en su
imagen positiva 4 puntos en un mes por la impopularidad del tarifazo–, que
revelaron una encerrona en la que el gobierno quedó anegado al punto de no
saber cómo salir con elegancia y sin pagar el costo pleno de su decisión, que
confundió torpemente táctica y estrategia.
Es ahí donde apareció la
Corte. Que no es una Corte popular, ni preocupada en grado alguno por los
usuarios y consumidores, sino un poder más del Estado atento a preservar la
gobernabilidad del sistema, aun contra los manejos desquiciados del Ejecutivo o
quien esté a su mando.
Lo que la política no pudo
resolver por sí misma, llevándola a un callejón sin salida, obtuvo entre los
cortesanos un atajo inteligente, una táctica conducente, que la Casa Rosada no
quiso tomar antes y ahora deberá tomar de manera obligada, sumándole legalidad
aparente, cariz de legitimidad, a lo que no tiene otra justificación que la
exigencia pecuniaria de las empresas de energía a un gobierno sensible a sus
pedidos, al que consideran propia tropa.
El ala política del gobierno
recibió con beneplácito el fallo. No Mauricio Macri, el ala política: la que
quiere seguir ganando elecciones el año que viene o, al menos, se entusiasma
con esa posibilidad remota. La cara de Marcos Peña, durante su conferencia de
prensa, lo decía todo: el costo a pagar es menor si hay audiencias públicas,
porque así lo exige la Constitución Nacional, y en su mirada apenas será un
mero trámite a cumplir que no arriesga nada de lo esencial del ajustazo.
Eso no quiere decir que Macri
haya tomado el fallo como lo que es: un amigable puente de plata cortesano. Su
verdadero temperamento, expuesto de manera violenta entre los meses de enero y
marzo, con su catarata de DNU, sus intervenciones públicas descalificadoras,
sus extorsiones a gobernadores, sus promesas falsas a los opositores, su ánimo
restaurador del libre mercado y las desregulaciones, no se lleva bien con los
requisitos formales que hoy le reclama la Corte. Hay un límite de un aliado,
pero no deja de ser un límite que lo incomoda porque le hace notar que
gestionar un país no es lo mismo que hacerlo con un club de fútbol o un
distrito rico como la CABA.
Podría decirse que enero no es
agosto. Que el primer semestre no es igual al segundo. Que la comprensión a un
presidente electo permuta en exigencia con el paso del tiempo. Que la Argentina
es un país difícil de arrear, incluso, para alguien poderoso que cuenta con el
aval de otros poderosos. Todo eso puede ser cierto, quizá lo sea, porque a todo
a Macri le llega finalmente su baño de realidad. Gobernar no es un paseo y
tampoco un compromiso part time de voluntario de ONG: exige todo, y no todos
están capacitados para esa entrega.
De todos modos, el fallo de
los supremos no es un Waterloo para el gobierno. Es apenas un aviso. Tal vez el
más fuerte, hasta el momento, que provino de un sector aliado, con el que
deberá convivir durante su mandato. Aunque no modifica el norte estratégico de
su administración. La verdadera intención del gobierno es la que expresó
Aranguren cuando fue a Diputados: dolarizar por dos el precio de los servicios.
Que cuesten como en Alemania, con sueldos que no son los alemanes. Producir una
transferencia de ingresos de la sociedad a las empresas de energía.
Garantizarle una renta extraordinaria mediante un cuadro tarifario que nadie
sabe cómo se compone, porque explicarlo en detalle desnudaría lo que hoy ya
resulta evidente: no tiene nada que ver con lo que la gente pueda pagar, ni con
lo que vale la energía, sino con lo que el mercado quiere cobrarse por ella.
Es una 125 al revés, donde
esta vez el Estado, en vez de aumentar las retenciones al sector concentrado
del agro para derramar sobre la sociedad una parte de la riqueza generada, procura
lo inverso: aumenta los precios de las tarifas para expoliar los bolsillos
ciudadanos y entregarle esa riqueza al sector oligopólico de la energía. Lo que
el Estado dejó de percibir por las retenciones es casi la misma plata que le
demanda mantener subsidios y tarifas al alcance de la gente. Es una decisión de
política económica con perjudicados y beneficiarios concretos. Las empresas son
las que ganan, la sociedad es la que pierde.
¿Y, así y todo, hay un sector
del gobierno que cree que puede ganar las elecciones del año próximo? Sí.
Difícil saber si Macri lo piensa así. Pero su coalición de gobierno, sobre todo
sus socios radicales de derecha, hoy convertidos en una cooperativa de poder
que reparte cargos y presupuestos menores bajo el ombú del poder real, suponen
que hay alguna chance. Con Cambiemos sacando un 30% de los votos, todo depende
de cómo se armen las listas. Sus críticas a Aranguren son críticas veladas a
Macri. O, mejor dicho, a su testarudo capricho de pelearse con un sector de la
sociedad por el tema tarifas al punto de hacer trastabillar el idilio con sus
propios votantes.
Aranguren dijo que este
aumento representa solo el 30% de lo que van a aumentar entre 2016 y 2017. Por
eso el radicalismo apoya en público, pero boicotea el funcionario y su
proyecto: 2017 es año electoral, y no es lo mismo discutir cargos en una lista
con chances de sacar un porcentaje más alto o más bajo. A más votos, más cargos
expectantes. Con menos, menos para el socio menor. En fin, reflejos de la vieja
política.
Sobre las audiencias públicas,
ya se dijo, no son vinculantes. Así lo marca la ley. El gobierno no está atado
a lo que allí se discuta. Pero los hechos preceden al derecho. Dependerá de los
afectados, realmente, que estas se conviertan en un hecho político que
trascienda la letra legal. No es lo mismo una audiencia entre el gobierno y 300
representantes de las asociaciones de consumidores y usuarios, rodeada de
vallas y sin cobertura mediática, que una convocatoria donde decenas de miles
se manifiesten contra la política tarifaria oficial por irrazonable y
confiscatoria, de cara, incluso, a otros amparos que puedan llegar a la Corte
por la luz y el agua.
En tres semanas se sabrá si el
macrismo paga algún costo político real por el saqueo en marcha o será la sociedad
la que termine pagando lo que la Shell pretende.
Calladita y sin chistar.
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