Se es hegemónico cuando algo se metaforiza como un todo y tiene la capacidad de opacar a las demás partes. Hay dos formas de que un bloque pueda hegemonizarse a través de la síntesis o de la unidad nacional.
Intuyo –si es que me es permitido utilizar la intuición como herramienta para el análisis político– que un tercer período consecutivo del proceso kirchnerista consistiría en un tendido de puentes hacia varios sectores de la sociedad. Definida como la etapa superior del kirchnerismo, sus principales componentes sería la institucionalización de sus transformaciones, la profesionalización de su aparato burocrático, la consolidación política de sus cuadros, la profundización de sus medidas tendientes a la defensa de los intereses nacionales –propiedad, trabajo, producción y exportación– y populares –redistribución de la riqueza, protección social, inclusión laboral y mejoras en las condiciones de trabajo– y la instalación de un aparato cultural que permita construir un cuerpo de ideas y valores para la acción. Es decir, constituirse como bloque histórico hegemónico y para ello es prioritario superar la lógica de las partes e instalarse por encima de las facciones en pugna. Es hegemónico un proyecto político cuando logra colocarse como un todo por encima de las partes y sus rencillas mínimas, cotidianas, circunstanciales. Se es hegemónico cuando algo se metaforiza como un todo y tiene la capacidad de opacar a las demás partes. Considero que hay dos formas de que un bloque pueda hegemonizarse, dos operaciones: a través de la síntesis o de la unidad nacional.
La síntesis es la tentación de todo movimiento político nuevo que aparece en la política. Tiende a verse a sí mismo como una superación dialéctica de los antagonismos existentes, ya sea como negación de una de las partes o como entrelazamiento de los viejos sectores antagónicos. Se trata de un mecanismo que puede ser utilizado tanto por el modelo liberal-conservador como por el nacional y popular y que tiende a ser totalizador con mayor o menor grado de autoritarismo o negación del otro.
La historia argentina ha tenido una larga colección de intentos de sintetizaciones: El unitarismo fue la primera, pero también lo intento el rosismo. Los procesos de Organización (1852-1880) y de Reorganización (1976-1983) Nacional han utilizado al Ejército Nacional para imponer su síntesis a fuerza de una brutal represión a los sectores populares antagónicos a su proyecto de país y han negado a lo otro de forma criminal y extrema.
Pero ha habido formas de síntesis más “amenas y amables”. El Yrigoyenismo como reserva moral de la Patria se proponía como síntesis superadora del Orden Conservador. El propio Hipólito Yrigoyen se veía a sí mismo como el líder de una Nueva Argentina capaz de superar tanto el olvido del federalismo rosista como de la cuestión social. Su discurso, sus operaciones culturales y políticas estaban dirigidas a construirse como un presidente por encima de las partes.
El primer Juan Domingo Perón ha intentado continuar con la misión sintetizadora de Yrigoyen: “Vengo a realizar aquello que Yrigoyen no pudo hacer”, repetía en los actos de campaña del año 1946. Y se proponía como el hombre que iba a unir al radicalismo personalista con el nuevo movimiento histórico que iba a refundar la Nación. Porque esto también es cierto: todo sintetizador es un refundador en potencia o en imaginación. Lo fue Yrigoyen, lo fue Perón, lo fue Alfonsín y también Néstor Kirchner. Perón metaforizaba en aquellos años de la mitad del siglo la tradición nacionalista, el radicalismo –la Junta Renovadora, FORJA– el movimiento obrero, la burguesía nacional ascendente, el Ejército roquista –según la tesis de Jorge Abelardo Ramos– y, también como “el Peludo” se presentaba la Nación por encima de las partes. El nuevo movimiento histórico era la Nación y se enfrentaba a la antipatria, al antipueblo.
Raúl Alfonsín con su pretensión de convertirse en el Tercer Movimiento Histórico –en ese célebre discurso de Parque Norte– intentó sintetizar el radicalismo y el peronismo agregándole la clave democrática como instancia superadora de los desencuentros entre ambos movimientos populares. Se trataba, claro, de una pretensión hegemónica y también totalizadora aunque mucho más débil que las experiencias anteriores. Le tocó bailar con el proceso histórico mundial de desmantelamiento de los Estados de Bienestar, antagónico con cualquier pretensión democratizadora y verdaderamente popular, y por eso quedó desvirtuada no sólo la construcción imaginaria de la síntesis superadora sino que también desnaturalizó –como años después iban a hacer Carlos Menem y Fernando de la Rúa– el rol histórico de los movimientos populares argentinos.
Carlos Menem también intentó una síntesis superadora de los enfrentamientos argentinos pero desde la derecha neoliberal: los indultos, el abrazo con el almirante Isaac Rojas, el regreso de los restos de Juan Manuel de Rosas fueron señales de que el fin de la historia había llegado a la Argentina y que era necesario deponer las antinomias para abrazar el gobierno de la administración, la técnica, la burocracia anodina y el mercado todopoderoso.
El kirchnerismo, en sus primeros años también se vio a sí mismo como síntesis superadora por centroizquierda: intentó tender puentes hacia sectores del radicalismo agotados con el delarruismo, al peronismo “defraudado” por el proceso menemista, a la izquierda no contenida en un proceso político, al progresismo que había visitado al peronismo en los setenta y al alfonsinismo en el noventa. Construyó así la potente idea del “Modelo Nacional y Popular”, que funciona como uno de los bloques de la dialéctica. Y que, además, reconstruye el relato histórico hundiendo sus raíces en el pasado colectivo. El Bicentenario consagró al kirchnerismo como una continuidad histórica que incluía desde la Revolución de Mayo y el federalismo de Manuel Dorrego y Rosas, hasta el yrigoyenismo y el peronismo como movimientos populares del siglo XX.
La Unidad Nacional en cambio funciona no como síntesis sino como superación de los antagonismos por el acuerdo de las diferencias circunstanciales. La experiencia más cercana fue el abrazo de Perón con Ricardo Balbín en la década de 1970 y la truncada fórmula presidencial entre ambos líderes. Perón comprendía la unidad nacional como la única forma de contener las fuerzas en disputa por contradicciones menores para enfrentar al capitalismo concentrado, al partido militar, y a los –según él– intereses extranjeros, ya sean de derecha como los Estados Unidos, ya sean de izquierda, como el comunismo. Pero la unión nacional no es sólo un recurso de coincidencias programáticas positivas es por sobre todo un último recurso ante el espanto.
La presidenta Cristina Fernández ha hablado mucho de “unidad nacional” en los últimos meses. Intuyo que ha de ser el desafío más importante que tendrá el modelo nacional y popular en los próximos años: no ya volverse hegemónico –producto de la síntesis, si se quiere– sino dar un paso más: convocar a la unidad nacional, incluir a lo diferente –no antagónico, claro– para enfrentar a lo Otro: a las corporaciones, a lo no legitimado por las mayorías, es decir, al capitalismo que tracciona a lo monopólico, concentratorio, monocultivista.
La síntesis es la tentación de todo movimiento político nuevo que aparece en la política. Tiende a verse a sí mismo como una superación dialéctica de los antagonismos existentes, ya sea como negación de una de las partes o como entrelazamiento de los viejos sectores antagónicos. Se trata de un mecanismo que puede ser utilizado tanto por el modelo liberal-conservador como por el nacional y popular y que tiende a ser totalizador con mayor o menor grado de autoritarismo o negación del otro.
La historia argentina ha tenido una larga colección de intentos de sintetizaciones: El unitarismo fue la primera, pero también lo intento el rosismo. Los procesos de Organización (1852-1880) y de Reorganización (1976-1983) Nacional han utilizado al Ejército Nacional para imponer su síntesis a fuerza de una brutal represión a los sectores populares antagónicos a su proyecto de país y han negado a lo otro de forma criminal y extrema.
Pero ha habido formas de síntesis más “amenas y amables”. El Yrigoyenismo como reserva moral de la Patria se proponía como síntesis superadora del Orden Conservador. El propio Hipólito Yrigoyen se veía a sí mismo como el líder de una Nueva Argentina capaz de superar tanto el olvido del federalismo rosista como de la cuestión social. Su discurso, sus operaciones culturales y políticas estaban dirigidas a construirse como un presidente por encima de las partes.
El primer Juan Domingo Perón ha intentado continuar con la misión sintetizadora de Yrigoyen: “Vengo a realizar aquello que Yrigoyen no pudo hacer”, repetía en los actos de campaña del año 1946. Y se proponía como el hombre que iba a unir al radicalismo personalista con el nuevo movimiento histórico que iba a refundar la Nación. Porque esto también es cierto: todo sintetizador es un refundador en potencia o en imaginación. Lo fue Yrigoyen, lo fue Perón, lo fue Alfonsín y también Néstor Kirchner. Perón metaforizaba en aquellos años de la mitad del siglo la tradición nacionalista, el radicalismo –la Junta Renovadora, FORJA– el movimiento obrero, la burguesía nacional ascendente, el Ejército roquista –según la tesis de Jorge Abelardo Ramos– y, también como “el Peludo” se presentaba la Nación por encima de las partes. El nuevo movimiento histórico era la Nación y se enfrentaba a la antipatria, al antipueblo.
Raúl Alfonsín con su pretensión de convertirse en el Tercer Movimiento Histórico –en ese célebre discurso de Parque Norte– intentó sintetizar el radicalismo y el peronismo agregándole la clave democrática como instancia superadora de los desencuentros entre ambos movimientos populares. Se trataba, claro, de una pretensión hegemónica y también totalizadora aunque mucho más débil que las experiencias anteriores. Le tocó bailar con el proceso histórico mundial de desmantelamiento de los Estados de Bienestar, antagónico con cualquier pretensión democratizadora y verdaderamente popular, y por eso quedó desvirtuada no sólo la construcción imaginaria de la síntesis superadora sino que también desnaturalizó –como años después iban a hacer Carlos Menem y Fernando de la Rúa– el rol histórico de los movimientos populares argentinos.
Carlos Menem también intentó una síntesis superadora de los enfrentamientos argentinos pero desde la derecha neoliberal: los indultos, el abrazo con el almirante Isaac Rojas, el regreso de los restos de Juan Manuel de Rosas fueron señales de que el fin de la historia había llegado a la Argentina y que era necesario deponer las antinomias para abrazar el gobierno de la administración, la técnica, la burocracia anodina y el mercado todopoderoso.
El kirchnerismo, en sus primeros años también se vio a sí mismo como síntesis superadora por centroizquierda: intentó tender puentes hacia sectores del radicalismo agotados con el delarruismo, al peronismo “defraudado” por el proceso menemista, a la izquierda no contenida en un proceso político, al progresismo que había visitado al peronismo en los setenta y al alfonsinismo en el noventa. Construyó así la potente idea del “Modelo Nacional y Popular”, que funciona como uno de los bloques de la dialéctica. Y que, además, reconstruye el relato histórico hundiendo sus raíces en el pasado colectivo. El Bicentenario consagró al kirchnerismo como una continuidad histórica que incluía desde la Revolución de Mayo y el federalismo de Manuel Dorrego y Rosas, hasta el yrigoyenismo y el peronismo como movimientos populares del siglo XX.
La Unidad Nacional en cambio funciona no como síntesis sino como superación de los antagonismos por el acuerdo de las diferencias circunstanciales. La experiencia más cercana fue el abrazo de Perón con Ricardo Balbín en la década de 1970 y la truncada fórmula presidencial entre ambos líderes. Perón comprendía la unidad nacional como la única forma de contener las fuerzas en disputa por contradicciones menores para enfrentar al capitalismo concentrado, al partido militar, y a los –según él– intereses extranjeros, ya sean de derecha como los Estados Unidos, ya sean de izquierda, como el comunismo. Pero la unión nacional no es sólo un recurso de coincidencias programáticas positivas es por sobre todo un último recurso ante el espanto.
La presidenta Cristina Fernández ha hablado mucho de “unidad nacional” en los últimos meses. Intuyo que ha de ser el desafío más importante que tendrá el modelo nacional y popular en los próximos años: no ya volverse hegemónico –producto de la síntesis, si se quiere– sino dar un paso más: convocar a la unidad nacional, incluir a lo diferente –no antagónico, claro– para enfrentar a lo Otro: a las corporaciones, a lo no legitimado por las mayorías, es decir, al capitalismo que tracciona a lo monopólico, concentratorio, monocultivista.
Por Hernán Brienza
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