Sergio Massa ocupa hoy el mismo cono de sombra que en 2009 habitó la humanidad de Francisco De Narváez. Es un mérito político del proceso que atraviesa la Argentina desde 2003 que las cosas se hayan puesto así de claras. Tanto, que a veces se oscurecen.
A poco de andar la campaña, el esfuerzo del tigrense por no parecer De Narváez y la sobreactuación del multiempresario por diferenciarse de sí mismo, incluso aliándose con el sindicalismo opositor, desdibujan la oferta electoral del pejotismo de derecha, y consiguen lo que querían evitar: potenciar la calidad e identidad de la propuesta kirchnerista.
En el campo de la "nueva política" que propone Massa brillan con estrella propia intendentes tan modernos en la gestión y tolerantes con sus críticos como el de Malvinas Argentinas, el duhaldista residual Jesús Cariglino; opinadores televisivos todoterreno, y hasta una doctora en jubilación que confunde el rojo del socialismo con el pelo colorado del ex dueño de Casa Tía.
Está visto: a la derecha no le bastó con el Ricardo Fort de la política nacional para conducir al peronismo. Fracasó con total éxito, incluso mediando su triunfo por escasísimo margen en junio de 2009. Complicados ante el afianzamiento del kirchnerismo, insisten otra vez con un peronismo chic, concheto, marquetinero, cual perfume: Massa.
No la entienden: esa versión oligárquica del justicialismo se convirtió, una vez superada la estafa ideológica de los años '90, en una simple nota al pie, nostálgica, como una borrachera triste, que ya no puede impedir la otra narración, ese gran relato de la historia social y política argentina, de la que el movimiento peronista ha escrito sus páginas más vibrantes, sintetizando de mejor modo las multiplicidades de la clase obrera.
No es un giro lingüístico, sino una verdad de época: las luchas sociales dejaron atrás la década del noventa. A caballo de esa ofensiva popular se montó el proyecto nacional iniciado en 2003, que todavía cabalga. Ambos se contienen, se habitan, como la palabra en el lenguaje. Con los años, aquella ofensiva logró superar el escollo desarticulador del tejido social que cimentó el menemato. Se produjeron cambios drásticos y alentadores en la gestión de lo público. Fue relegitimada la práctica política. Regresó la historia. Fueron reivindicados para el buen desarrollo y la vida en sociedad, el legítimo conflicto por intereses materiales y la disputa política, que nada tienen de oscurantistas, sino que, por el contrario, vuelven ágiles, palpitantes y vivas a las sociedades modernas, única garantía de que no se estanquen y mueran. La ofensiva popular, incluso, tomó por asalto al gran partido sostenedor del statu quo, revitalizando todo lo que pudo sus anquilosadas estructuras, y creando otras nuevas.
En estos años todos entendimos que la política sirve para contener lo que de otro modo se desmadraría y anarquizaría la convivencia social, tornando al poderoso aun más poderoso, y al pobre definitivamente un pordiosero. Esa también es una enseñanza histórica, de la que la Corte Suprema, que se creía progresista y de avanzada, ha decidido prescindir. Es una lástima.
La política, que es la lucha por el poder, resuelve los entuertos sociales. Educa a la comunidad. Es a través de la disputa política, entre intereses contrapuestos, que se puede proyectar más o menos previsiblemente el rumbo económico y cultural más correcto para el desarrollo armónico de la sociedad. No hay otra.
Cada vez que hay elecciones, todo aquello que ya fuera superado por la historia y las luchas sociales intenta regresar. Siempre quiere volver. Está en gateras. Subyace. Como ayer el colombiano, ahora Massa. Viene de la mano de una derecha poderosa y versátil, que asume discursos rancios pero patinados de marketing último modelo.
"Vamos hacia una dictadura", repite sin mirar Fabián Gianola, habituado a interpretar libretos que otros escriben. En el relato que vuelven a concertar los medios dominantes, queda otra vez afuera el derecho social a intervenir en los conflictos. Ahora es hora del "consenso" –dicen–, del "diálogo” de sordos que sólo dialogan los garantes del viejo orden, convertidos por esos medios de alcance masivo en "grandes demócratas", "libre pensadores", con amplias dosis de "responsabilidad ciudadana" y "conciencia cívica". "Independientes", como le gusta a Lorenzetti. Si los fondos buitre embargan ilegítimamente la Fragata Libertad, su manual de procedimientos indica una colecta para comprar con dinero la soberanía que el kirchnerismo conquistó con política. Massa sin dudas complacería a EE UU con tal de que no le detengan el avión.
Y todo esto sin contar lo que pasa de General Paz para adentro. Ya se acerca la insoportable campaña con el botón play sobre un fondo rabioso de amarillo. ¿Adónde quieren llevar la cultura política argentina los publicistas de la derecha? ¿Cómo explicar que el distrito más pudiente del país, con mayor acceso al conocimiento, a la oferta de bienes culturales, sea gobernado por una fuerza en cuyos avisos de campaña no hay ni una sola consigna, una idea, una reflexión siquiera sobre la política, la historia, la economía, los derechos humanos, el mundo del trabajo, la crisis internacional, el nuevo orden mundial, nada? Pura imagen. Cero ideología. O, más bien, ideología del consumo. Candidatos-gerentes. Administradores-country. PRO por "propietarios".
Las elecciones del presente año son determinantes en tanto lo que se pone en discusión son dos alternativas de construcción social absolutamente opuestas por el vértice. Todo acto eleccionario es plebiscitario. Si bien no concluyen nada, inclinan. Toman la fiebre en medio de la noche e indican novalgina o deportes. Ya lo dijo el viejo Marx: si se repite, la historia que supo ser tragedia regresa como farsa. Pareciera no haber lugar para eso en la Argentina de hoy. Pero mejor que lo digan las urnas, eso a lo que tanto le teme la derecha.
Por Demetrio Irimain
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